Bush ha aprovechado sus vacaciones de Navidad para reafirmar con un elemental cinismo su postura sobre el genocidio de Gaza. Ha hablado, sin más, del derecho de Israel a su defensa. Pero a este elemental argumento, desnudo de todo matiz y antecedente, ha acompañado un impúdico menosprecio: ni siquiera ha hablado Bush personalmente de esa tragedia, sino que ha encargado la expresión de su postura a un portavoz, género menor de funcionario. El jefe del mundo ha decidido que mientras Hamas lance algunos cohetes la razón de Israel para proseguir la matanza masiva es evidente. Pero ante los centenares de muertos palestinos y de los millares que yacen postrados en los hospitales vacíos de todo remedio por imperio del bloqueo -la ministra de asuntos exteriores de Tel Aviv ha dicho que la situación humana en Gaza «es como debe ser»- el Sr. Bush no se ha dignado hacer una comparecencia en la Casa Blanca y hablar de modo directo desde el despacho oval. Simplemente ha ordenado al Sr. Gordon Johndroe, caballero de quien el mundo tiene una remota noticia, que informe una vez más al planeta de los simios -supongo que así ve la Tierra el Sr. Bush, con la estatua de la libertad al fondo- de su decisión de continuar el apoyo al Gobierno de Israel.
El jefe piensa desde el rancho
por Antonio Álvarez-Solís
Una de las realidades más destructivas entre las que pueblan el mundo actual quizá sea la falta de pudor en los comportamientos públicos. La liviandad de esos comportamientos, tanto gestuales como verbales, destruye todo respeto de la ciudadanía hacia sus dirigentes, que se manifiestan con la frivolidad más absoluta. Grandes y graves cuestiones -sirva de ejemplo actual la ya vieja maniobra israelí para provocar a la nación palestina- son abordadas por los espoliques de Israel con una simplicidad gestual que trata de disolver toda la trascendencia moral y política de la gravísima situación. Recurramos a la última y obscena ligereza: Bush ha aprovechado sus vacaciones de Navidad para reafirmar con un elemental cinismo su postura sobre el genocidio de Gaza. Ha hablado, sin más, del derecho de Israel a su defensa. Pero a este elemental argumento, desnudo de todo matiz y antecedente, ha acompañado un impúdico menosprecio: ni siquiera ha hablado Bush personalmente de esa tragedia, sino que ha encargado la expresión de su postura a un portavoz, género menor de funcionario. El jefe del mundo ha decidido que mientras Hamas lance algunos cohetes la razón de Israel para proseguir la matanza masiva es evidente. Pero ante los centenares de muertos palestinos y de los millares que yacen postrados en los hospitales vacíos de todo remedio por imperio del bloqueo -la ministra de asuntos exteriores de Tel Aviv ha dicho que la situación humana en Gaza «es como debe ser»- el Sr. Bush no se ha dignado hacer una comparecencia en la Casa Blanca y hablar de modo directo desde el despacho oval. Simplemente ha ordenado al Sr. Gordon Johndroe, caballero de quien el mundo tiene una remota noticia, que informe una vez más al planeta de los simios -supongo que así ve la Tierra el Sr. Bush, con la estatua de la libertad al fondo- de su decisión de continuar el apoyo al Gobierno de Israel.
Ahí está, volviendo al tema, una muestra escandalosa de impudor. Cuando la burguesía llamada liberal era aún propietaria del negocio humano los jerarcas trataban de dar a sus expresiones políticas un cierto revestimiento de cortesía desde la majestad formal del cargo. Más aún, aquellos jerarcas evitaban referir su veraneo a los periodistas en una sociedad muy escasa de veraneantes. Digamos simplemente que se guardaban las formas. Ni se lucían residencias campestres, ni se mostraban barcos de recreo ni siquiera se hablaba de portavoces dedicados a tachonar el ocio con disparates como los que actualmente protagonizan los llamados estadistas. Un ejemplo: don Antonio Maura, rico por su bufete, llevaba discretamente a veranear en Santander a las hijas de otro conservador eminente, don José Sánchez Guerra, que había sido presidente del Gobierno y carecía de medios para pagar a su familia este descanso estival en Cantabria. Eran gente reaccionaria, pero pudorosa. Ahora son simplemente fascistas y sueñan con el refugio del águila. Si cabe la ironía en este caso que rezuma sangre vale recordar aquella frase de Thomas de Quincey en su obra «Del asesinato considerado como una de las bellas artes»: «Uno empieza por permitir un asesinato, pronto no le dará importancia al robo, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor y se acaba por faltar a la buena educación y dejar las cosas para el día siguiente». Sr. Bush: analice cada término de la frase y dígame si se reconoce. Hago abstracción del día del Señor porque ustedes han decidido usarlo con absoluta y blasfema irreverencia.
Es posible que estas observaciones mías sobre el pudor suenen a retórica caducada, a elegancia trasnochada. El mundo actual se desliza tan deprisa por el vértigo que no capta lo repugnante que resulta. Pero si se escarba con algún rigor en él no es difícil concluir que esa carencia de formas externas de cortesía responde a un interior espiritual totalmente agostado, desértico, cruel. No hablamos, por tanto, de una limitada innecesariedad gestual producida por la moda vigente, que hace de la eficacia inmediata y de sus gestos un modo radical de incomunicación, sino precisamente de toda la moda política y moral presente. En suma, de un mundo irrespirable. Transmitir unas escasas palabras por medio de un irrelevante portavoz desde el lugar de vacaciones y acerca de una masacre que enferma el alma de los seres honrados revela hasta qué punto el desprecio al ser humano surge de la infectada médula moral de una gran parte de los políticos actuales. No se trata, pues, de un simple déficit de urbanidad. Esos políticos funcionan en un club en que al güisqui le echan agua para dar un tono de sobriedad mundana. La verdad es que no les gusta el güisqui ni entienden la sobriedad. Son una partida de alcohólicos sin causa.
Me planteo con el correspondiente rigor si esas impudicias que hoy me muelen no forman parte de la violencia institucional. Matar seres humanos de manera tan liviana moralmente y hablar de ello con tan fenomenal desdén para el dolor de los que sufren convierte la vesania en una forma doblemente grave de violencia pues indica impunidad en la acción y menosprecio de la existencia. No hay en esas muertes -por más que las muertes sean siempre deplorables- ni un ápice de argumentación moral. Esas muertes no pretenden redimir, aunque sea trágicamente, una injusticia sino conservar un poder inmundo. No sirven para edificar un mundo mejor, que por otras vías puede edificarse. Son muertes contables que se asientan en el lugar correspondiente del Libro Mayor. Muertes que se decretan desde la cumbre oscura según leyes creadas escandalosamente para delinquir. A propósito de esas leyes el teólogo John Robinson escribe lo siguiente: «El lugar que ha de ocupar la ley es un lugar marginal que le permita proteger la libertad, pero no ocupar un lugar central desde el cual pueda negarla». Pero ¿qué es ahora la libertad sino una serie de fórmulas que burlan de la correcta razón?
Para hablar del exterminio palestino habría que revestir al menos una cierta solemnidad que quedaría enmarcada por dos vectores: la reverencia que se debe siempre a la muerte y la calidad de las ideas. Ni una cosa ni otra se observan en torno al aniquilamiento de palestinos por parte de quienes están encargados de administrar un mundo mayoritariamente cargado de servidumbres. Dirigentes vergonzosamente aconchabados en el cuidado de una hacienda siniestra. En el caso de los gobiernos de Israel jamás llegué a saber por qué los judíos están profundamente engastados en la violencia desde hace miles de años. O la sufren o la causan. Protagonizan un holocausto reversible. La primera impresión que el observador tiene acerca de este mecanismo sangriento es que esa violencia ejercida o padecida es la triste argamasa de una identidad patológica. En los viejos tratados de psiquiatría se definían estas alteraciones de la percepción y su respuesta como una dolencia que hace sufrir al que la padece y a aquellos que le rodean. En la historia se dan casos de desequilibrio colectivo en los pueblos. Podríamos referirnos a la histeria colectiva, tan frecuente, con sus delirios correspondientes. O también hacer algunas consideraciones sobre un narcisismo desesperado. Pero estos estados, más o menos graves, tienen un cierto carácter temporal, aunque dejen su huella. Menos, según lo que parece, en Israel. Su delirio es permanente y está servido por una sobredosis de inteligencia. No hablo de nada satánico. No me gustan estas deducciones. Simplemente me limito a tratar de esta carcoma de la paz.
Una de las realidades más destructivas entre las que pueblan el mundo actual quizá sea la falta de pudor en los comportamientos públicos. La liviandad de esos comportamientos, tanto gestuales como verbales, destruye todo respeto de la ciudadanía hacia sus dirigentes, que se manifiestan con la frivolidad más absoluta. Grandes y graves cuestiones -sirva de ejemplo actual la ya vieja maniobra israelí para provocar a la nación palestina- son abordadas por los espoliques de Israel con una simplicidad gestual que trata de disolver toda la trascendencia moral y política de la gravísima situación. Recurramos a la última y obscena ligereza: Bush ha aprovechado sus vacaciones de Navidad para reafirmar con un elemental cinismo su postura sobre el genocidio de Gaza. Ha hablado, sin más, del derecho de Israel a su defensa. Pero a este elemental argumento, desnudo de todo matiz y antecedente, ha acompañado un impúdico menosprecio: ni siquiera ha hablado Bush personalmente de esa tragedia, sino que ha encargado la expresión de su postura a un portavoz, género menor de funcionario. El jefe del mundo ha decidido que mientras Hamas lance algunos cohetes la razón de Israel para proseguir la matanza masiva es evidente. Pero ante los centenares de muertos palestinos y de los millares que yacen postrados en los hospitales vacíos de todo remedio por imperio del bloqueo -la ministra de asuntos exteriores de Tel Aviv ha dicho que la situación humana en Gaza «es como debe ser»- el Sr. Bush no se ha dignado hacer una comparecencia en la Casa Blanca y hablar de modo directo desde el despacho oval. Simplemente ha ordenado al Sr. Gordon Johndroe, caballero de quien el mundo tiene una remota noticia, que informe una vez más al planeta de los simios -supongo que así ve la Tierra el Sr. Bush, con la estatua de la libertad al fondo- de su decisión de continuar el apoyo al Gobierno de Israel.
Ahí está, volviendo al tema, una muestra escandalosa de impudor. Cuando la burguesía llamada liberal era aún propietaria del negocio humano los jerarcas trataban de dar a sus expresiones políticas un cierto revestimiento de cortesía desde la majestad formal del cargo. Más aún, aquellos jerarcas evitaban referir su veraneo a los periodistas en una sociedad muy escasa de veraneantes. Digamos simplemente que se guardaban las formas. Ni se lucían residencias campestres, ni se mostraban barcos de recreo ni siquiera se hablaba de portavoces dedicados a tachonar el ocio con disparates como los que actualmente protagonizan los llamados estadistas. Un ejemplo: don Antonio Maura, rico por su bufete, llevaba discretamente a veranear en Santander a las hijas de otro conservador eminente, don José Sánchez Guerra, que había sido presidente del Gobierno y carecía de medios para pagar a su familia este descanso estival en Cantabria. Eran gente reaccionaria, pero pudorosa. Ahora son simplemente fascistas y sueñan con el refugio del águila. Si cabe la ironía en este caso que rezuma sangre vale recordar aquella frase de Thomas de Quincey en su obra «Del asesinato considerado como una de las bellas artes»: «Uno empieza por permitir un asesinato, pronto no le dará importancia al robo, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor y se acaba por faltar a la buena educación y dejar las cosas para el día siguiente». Sr. Bush: analice cada término de la frase y dígame si se reconoce. Hago abstracción del día del Señor porque ustedes han decidido usarlo con absoluta y blasfema irreverencia.
Es posible que estas observaciones mías sobre el pudor suenen a retórica caducada, a elegancia trasnochada. El mundo actual se desliza tan deprisa por el vértigo que no capta lo repugnante que resulta. Pero si se escarba con algún rigor en él no es difícil concluir que esa carencia de formas externas de cortesía responde a un interior espiritual totalmente agostado, desértico, cruel. No hablamos, por tanto, de una limitada innecesariedad gestual producida por la moda vigente, que hace de la eficacia inmediata y de sus gestos un modo radical de incomunicación, sino precisamente de toda la moda política y moral presente. En suma, de un mundo irrespirable. Transmitir unas escasas palabras por medio de un irrelevante portavoz desde el lugar de vacaciones y acerca de una masacre que enferma el alma de los seres honrados revela hasta qué punto el desprecio al ser humano surge de la infectada médula moral de una gran parte de los políticos actuales. No se trata, pues, de un simple déficit de urbanidad. Esos políticos funcionan en un club en que al güisqui le echan agua para dar un tono de sobriedad mundana. La verdad es que no les gusta el güisqui ni entienden la sobriedad. Son una partida de alcohólicos sin causa.
Me planteo con el correspondiente rigor si esas impudicias que hoy me muelen no forman parte de la violencia institucional. Matar seres humanos de manera tan liviana moralmente y hablar de ello con tan fenomenal desdén para el dolor de los que sufren convierte la vesania en una forma doblemente grave de violencia pues indica impunidad en la acción y menosprecio de la existencia. No hay en esas muertes -por más que las muertes sean siempre deplorables- ni un ápice de argumentación moral. Esas muertes no pretenden redimir, aunque sea trágicamente, una injusticia sino conservar un poder inmundo. No sirven para edificar un mundo mejor, que por otras vías puede edificarse. Son muertes contables que se asientan en el lugar correspondiente del Libro Mayor. Muertes que se decretan desde la cumbre oscura según leyes creadas escandalosamente para delinquir. A propósito de esas leyes el teólogo John Robinson escribe lo siguiente: «El lugar que ha de ocupar la ley es un lugar marginal que le permita proteger la libertad, pero no ocupar un lugar central desde el cual pueda negarla». Pero ¿qué es ahora la libertad sino una serie de fórmulas que burlan de la correcta razón?
Para hablar del exterminio palestino habría que revestir al menos una cierta solemnidad que quedaría enmarcada por dos vectores: la reverencia que se debe siempre a la muerte y la calidad de las ideas. Ni una cosa ni otra se observan en torno al aniquilamiento de palestinos por parte de quienes están encargados de administrar un mundo mayoritariamente cargado de servidumbres. Dirigentes vergonzosamente aconchabados en el cuidado de una hacienda siniestra. En el caso de los gobiernos de Israel jamás llegué a saber por qué los judíos están profundamente engastados en la violencia desde hace miles de años. O la sufren o la causan. Protagonizan un holocausto reversible. La primera impresión que el observador tiene acerca de este mecanismo sangriento es que esa violencia ejercida o padecida es la triste argamasa de una identidad patológica. En los viejos tratados de psiquiatría se definían estas alteraciones de la percepción y su respuesta como una dolencia que hace sufrir al que la padece y a aquellos que le rodean. En la historia se dan casos de desequilibrio colectivo en los pueblos. Podríamos referirnos a la histeria colectiva, tan frecuente, con sus delirios correspondientes. O también hacer algunas consideraciones sobre un narcisismo desesperado. Pero estos estados, más o menos graves, tienen un cierto carácter temporal, aunque dejen su huella. Menos, según lo que parece, en Israel. Su delirio es permanente y está servido por una sobredosis de inteligencia. No hablo de nada satánico. No me gustan estas deducciones. Simplemente me limito a tratar de esta carcoma de la paz.
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