España y Grecia,
una odiosa comparación
Koldo Campos Sagaseta
Hasta se indignaron en el Estado español porque sesudos doctores de las altas y las bajas finanzas europeas, comparasen su salud, afectada de algún recesivo quebranto, con los graves padecimientos que sufre Grecia.
Y la comparación, en verdad, es ofensiva, casi insultante, pero no para el Estado español sino para Grecia, porque en el pabellón de enfermos desahuciados europeos, Grecia es, al menos, el único paciente que registra síntomas de recuperación, el único que expresa su repulsa ante sus seculares dolencias, el único que rechaza el diagnóstico médico que remite al destino el mal que se padece, el único que sabe que está enfermo. Y lo está haciendo saber en la calle, apelando a la lucha y llamando a la huelga.
Mientras tanto, el Estado español, el ofendido por tan odiosa comparación, va y viene por los deteriorados pasillos del hospital continental, arrastrando consigo sus propios sueros ilusorios, por supuesto sostenidos y sustentables, enfermo de pasiva esperanza, de optimismo baldío y para colmo risueño ante la oportuna referencia de otro enfermo al que le han diagnosticado aguda crisis, sólo porque recuperó la lucidez, sólo porque se niega a seguir estando enfermo.
Resulta patético advertir en este hospital europeo, a ratos manicomio, a veces cementerio o lupanar, simple pista de circo al que ya no le caben más estrellas, que su paciente español todavía se sienta satisfecho porque una cama más lejos haya otro enfermo al que poder diagnosticar peores achaques. Febril consuelo de un paciente que todas las mañanas proclama el fin de las dolencias que asegura no tiene, que abarata el despido, que reduce salarios y prolonga las horas y los años de trabajo, que sólo ve aumentar el desempleo y los llamados accidentes laborales, que ratifica a hampones empresarios y respalda a sindicatos sin vergüenza, que beatifica infamias y vilezas, a la espera de que pueda, por fin, reaparecer Ronaldo y Alonso gane la próxima carrera.
No, Grecia no está enferma. Cualquier enfermo deja de estarlo el día en que lo sabe, el día en el que agota todos los años de saberse mentido y engañado.
Los glóbulos rojos que en Grecia han tomado las venas y hacen sonar su estruendo de repulsa por todas las arterias de aquel cuerpo, son la más clara expresión de que el enfermo recupera sus signos vitales, de que ya no puede delegar su salud por más tiempo en manos de los virus monetarios, de los fondos virulentos, de todas las voraces bacterias que así fueran electas o usurparan derecho y voluntades, mientras no se erradique su presencia, seguirán enfermando todos los organismos que las acojan o se pongan en sus manos.
Y para contrarrestar sus dañinos efectos nada más efectivo que la cataplasma de la unidad, esa especie de ungüento asambleísta y popular que, en Grecia, además de expulsar las bacterias, está ayudando a que, en cada barrio o sector, los pacientes puedan por fin abrir los oídos y desatar la palabra, que no hay mejor terapia que saberse ni más sensata receta que juntarse.
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