Lo traumático y lo empático por Jorge Bruce (*)
Lo que define al trauma psíquico es su irrupción brutal e inesperada, con una carga de energía tal que, en vez de dejar una huella en la memoria, la que puede ser evocada a voluntad como cualquier recuerdo, desgarra el tejido psíquico y se constituye como una abertura imposible de suturar. Por eso es que no lo recordamos sino que más bien nos recuerda, en el sentido que reaparece de manera inopinada, reproduciendo la angustia, el susto o el pavor de su primera incursión destructiva. Para la mayoría de quienes vivimos en Lima, por ejemplo, el terremoto del miércoles 15 será un recuerdo imborrable pero no necesariamente traumático. Habrán, por supuesto, quienes lo hayan vivido de manera intempestiva e incontrolable y lo hayan asociado a una vivencia de pánico, pero esos serán los menos en la capital. Puede que para algunos niños que experimentaban por primera vez un movimiento sísmico de esa magnitud, se haya configurado un minitrauma, sobre todo en la medida que los adultos a su alrededor no hayan sido capaces de conservar la calma y hayan sucumbido al miedo, expresándolo de manera estrepitosa. Pero ni serán los más, ni sus consecuencias serán tan graves.
En cambio, es altamente probable que en las regiones más directamente afectadas, las secuelas de daños materiales y personales, las pérdidas de seres queridos, pertenencias y viviendas en particular, produzcan daños psíquicos al borde de lo irreparable. Esto significa que durante un tiempo indeterminado esas vivencias traumáticas se apoderarán de una parte de la psique de esas víctimas, sometiéndolas a un régimen totalitario interno de terror, dolor y una serie de manifestaciones físicas, asociadas al síndrome conocido como estrés postraumático. Por otro lado, si bien los demás no hemos recibido de plein fouet (con toda su violencia) el impacto del terremoto, está claro que se ha producido un fenómeno masivo de identificación con el sufrimiento. Algo así como una voluntad de compartir aunque sea una mínima parte de ese daño, de ese duelo, de esa incomprensión. Esto no tiene precedentes en el Perú, hasta donde yo recuerdo. En ese sentido, es una reacción alentadora, que nos obliga a replantearnos un conjunto de certezas acerca de la naturaleza de nuestro vínculo social.
No podemos ponernos realmente en el lugar de quienes lo han perdido todo o mucho de lo más valioso en sus vidas. Es imposible compartir la vivencia traumática, como no se puede uno hacer una herida para solidarizarse con el lesionado. Pero sí se puede -y muchos peruanos e incluso extranjeros lo han hecho- procurar amenguar las consecuencias de ese estropicio anónimo y devastador que, aunque no nos haya arrasado por igual, sí ha servido para que mostremos una empatía con el otro que parecíamos incapaces de sentir. Es un intento de reparar agravios y diferencias que creíamos incurables.
(*) Columna del diario Perú21. Brillante.
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