El caballo y el general
por César Hildebrandt (*)
Había una vez un general que era un bravo cuando hablaba en privado, un pobre diablo cuando pedía disculpas en público y un chalán lloroso cuando se despedía.Todo eso y mucho más era este general. Fue el único al que se le ocurrió que los desfiles marciales podían ser a paso ligero y con bastones de waripolera. Fue también el único que contaba chistes que no hacían reír y lanzaba amenazas que sí hacían reír y decía, en broma, que buscaba a sus oficiales en las discotecas de ambiente. Fue el único general que podía jactarse de tener galones de alto octanaje y el que se negó siete veces (siete) a acudir a la cita de la señorita Marlene Berrú, que no era un plan sino la fiscal anticorrupción que investiga cómo hicieron en la Región Sur para desaparacer 80,000 galones de combustible sin dejar ni siquiera una manguera de rastro.En el ejército era conocido como “el loco” y en el Larco Herrera lo llamaban “el general”.La verdad es que el personaje era una clara demostración de que en las Fuerzas Armadas peruanas hace tiempo que la calificación y los ascensos no pasan por el despistaje psiquiátrico, la sonda probatoria y la tomografía axial del cráneo.En su defensa, algunos han dicho que más que loco parecía un lelo con mucho de angelical (a pesar de la inmodestia terrenal que exhibía), pero es comprensible que esa defensa, digna de escuderos desentrenados, haya sido rechazada por el general en cuestión.El asunto es que el día de su despedida, que él imaginó apoteósica, estuvo precedido por los malos presagios y las entrañas leídas con aire sombrío. En el cuartel Hoyos Rubio, del Rímac, luego de pronunciados los discursos, corridas las lágrimas y estallados los aplausos, estalló un viejo tanque T-55 que terminó matando a un tanquista. Y no, no fue el homenaje inmolatorio que el general quizá pudo imaginar: fue la batería recalentada de un armatoste que hacía tiempo no salía de su cobertizo y que sólo salió para desfilar en honor del que se estaba yendo. Así, en ese estado de precariedad explosiva, están los tanques rusos que garantizan, al contrario de lo que dijo el general, que ningún invasor saldrá en cajón o en bolsa. Si invasores hubiese, todos saldrían, más bien, en estatuto de impunidad. El Perú es el único país que ha decretado un desarme unilateral de cara al vecino más armado de América. ¡Somos Costa Rica por razones de presupuesto!No hubo hazañas militares en la vida del general. Hubo, eso sí, una hazaña de Records World Guinness: haber producido, a nombre del ejército peruano y en compañía de la universidad Alas Peruanas, esa película titulada “Vidas paralelas”, considerada, junto a “La muerte llega en el segundo show” (guión de Mario Castro Arenas), la peor película peruana (lo que es mucho decir).Alguien que vio “Vidas paralelas” me comentó que era tan maniquea e inverosímil, tan groseramente institucional y propagandística, que las verdaderas vidas paralelas debían ser las de la directora (Rocío Lladó) y el ciempiés en uniforme que le escribió el guión. Me dijo también que si Ed Wood hubiese visto “Vidas paralelas” habría sentido una devoradora envidia.La verdad es que este columnista simpatizó con el general cuando su comandante en jefe, o sea el doctor García, se puso la mayordomía a cuestas y llamó a la señora Bachelet para pedirle disculpas por unas palabras sacadas de contexto y dichas en clave de humor negro y patriotismo inercial.Y seguiría simpatizando con el general si no hubiese visto parte de su caballuna despedida. Ya es mucho escuchar a un general lloriquear. Pero escuchar a un general gimotear, es algo intolerable. Y ver a un general haciendo pucheros, es algo de salir despavorido. Y tener que oír la apología que hizo de sí mismo, es toda una lección. El general demostró tener el ego de un mamut montado sobre la calavera emocional del cuy mágico.Eso no fue lo peor, sin embargo. Lo peor fue ese desfile duplicado, esa ronda del general montado en un caballo de paso amaneradísimo -porque el caballo de paso es, legítimamente, el gay de los equinos-, ese número de circo que quedará para la historia del ridículo.Hubo un momento de confusión y relincho y aplausos de caballería en el que era imposible saber si la segunda pasada ante el respetable la había decidido el general que coqueteaba con la posteridad o el coqueto caballo que lo zarandeaba de modo tan profesional. No era el caballo alado que fue hijo de Medusa y ayudó a liberar a Andrómeda y a matar la Quimera. No era Pegaso. Era una bestia ambigua de amblar torcido llevando a un general ambiguo al que la política espera con los brazos abiertos.
Había una vez un general que era un bravo cuando hablaba en privado, un pobre diablo cuando pedía disculpas en público y un chalán lloroso cuando se despedía.Todo eso y mucho más era este general. Fue el único al que se le ocurrió que los desfiles marciales podían ser a paso ligero y con bastones de waripolera. Fue también el único que contaba chistes que no hacían reír y lanzaba amenazas que sí hacían reír y decía, en broma, que buscaba a sus oficiales en las discotecas de ambiente. Fue el único general que podía jactarse de tener galones de alto octanaje y el que se negó siete veces (siete) a acudir a la cita de la señorita Marlene Berrú, que no era un plan sino la fiscal anticorrupción que investiga cómo hicieron en la Región Sur para desaparacer 80,000 galones de combustible sin dejar ni siquiera una manguera de rastro.En el ejército era conocido como “el loco” y en el Larco Herrera lo llamaban “el general”.La verdad es que el personaje era una clara demostración de que en las Fuerzas Armadas peruanas hace tiempo que la calificación y los ascensos no pasan por el despistaje psiquiátrico, la sonda probatoria y la tomografía axial del cráneo.En su defensa, algunos han dicho que más que loco parecía un lelo con mucho de angelical (a pesar de la inmodestia terrenal que exhibía), pero es comprensible que esa defensa, digna de escuderos desentrenados, haya sido rechazada por el general en cuestión.El asunto es que el día de su despedida, que él imaginó apoteósica, estuvo precedido por los malos presagios y las entrañas leídas con aire sombrío. En el cuartel Hoyos Rubio, del Rímac, luego de pronunciados los discursos, corridas las lágrimas y estallados los aplausos, estalló un viejo tanque T-55 que terminó matando a un tanquista. Y no, no fue el homenaje inmolatorio que el general quizá pudo imaginar: fue la batería recalentada de un armatoste que hacía tiempo no salía de su cobertizo y que sólo salió para desfilar en honor del que se estaba yendo. Así, en ese estado de precariedad explosiva, están los tanques rusos que garantizan, al contrario de lo que dijo el general, que ningún invasor saldrá en cajón o en bolsa. Si invasores hubiese, todos saldrían, más bien, en estatuto de impunidad. El Perú es el único país que ha decretado un desarme unilateral de cara al vecino más armado de América. ¡Somos Costa Rica por razones de presupuesto!No hubo hazañas militares en la vida del general. Hubo, eso sí, una hazaña de Records World Guinness: haber producido, a nombre del ejército peruano y en compañía de la universidad Alas Peruanas, esa película titulada “Vidas paralelas”, considerada, junto a “La muerte llega en el segundo show” (guión de Mario Castro Arenas), la peor película peruana (lo que es mucho decir).Alguien que vio “Vidas paralelas” me comentó que era tan maniquea e inverosímil, tan groseramente institucional y propagandística, que las verdaderas vidas paralelas debían ser las de la directora (Rocío Lladó) y el ciempiés en uniforme que le escribió el guión. Me dijo también que si Ed Wood hubiese visto “Vidas paralelas” habría sentido una devoradora envidia.La verdad es que este columnista simpatizó con el general cuando su comandante en jefe, o sea el doctor García, se puso la mayordomía a cuestas y llamó a la señora Bachelet para pedirle disculpas por unas palabras sacadas de contexto y dichas en clave de humor negro y patriotismo inercial.Y seguiría simpatizando con el general si no hubiese visto parte de su caballuna despedida. Ya es mucho escuchar a un general lloriquear. Pero escuchar a un general gimotear, es algo intolerable. Y ver a un general haciendo pucheros, es algo de salir despavorido. Y tener que oír la apología que hizo de sí mismo, es toda una lección. El general demostró tener el ego de un mamut montado sobre la calavera emocional del cuy mágico.Eso no fue lo peor, sin embargo. Lo peor fue ese desfile duplicado, esa ronda del general montado en un caballo de paso amaneradísimo -porque el caballo de paso es, legítimamente, el gay de los equinos-, ese número de circo que quedará para la historia del ridículo.Hubo un momento de confusión y relincho y aplausos de caballería en el que era imposible saber si la segunda pasada ante el respetable la había decidido el general que coqueteaba con la posteridad o el coqueto caballo que lo zarandeaba de modo tan profesional. No era el caballo alado que fue hijo de Medusa y ayudó a liberar a Andrómeda y a matar la Quimera. No era Pegaso. Era una bestia ambigua de amblar torcido llevando a un general ambiguo al que la política espera con los brazos abiertos.
(*) Diario La Primera
La espada azul
por Jorge Bruce (*)
La espada fue la imagen con la que deslindó el general Guibovich las relaciones entre la fuerza armada y el poder civil: “brilla cuando nos dedicamos a lo nuestro y se opaca cuando nos alejamos de ello. Deja de ser un símbolo de honor cuando apunta al corazón de la democracia”. Hay un regusto a Tolkien en la metáfora (en la saga de El Señor de los Anillos, Frodo recibe una espada que se pone azul cuando se acercan los orcos). En el discurso del general no está claro quiénes son los orcos que amenazan a la democracia, pero es alentador que el sucesor del popular pero opaco Donayre se haya comprometido a no volver a aliarse con los engendros de Sauron (¿Fujimori y Montesinos?). Hay esperanza de una gestión más institucional, sin relentes de combustible ni el primitivo recurso demagógico a chita la payasá.
Lo inquietante, fuera del show grotesco del jinete con sus reminiscencias de prócer y el desafiante paseo en hombros, ha sido la alusión a los “soldados acusados y procesados por supuestamente violar los derechos humanos”, diciendo que no están solos y la nación les tiene gratitud. Hay aquí una amalgama que no podemos, bajo ningún pretexto culposo o acomodaticio, dejar pasar. Por el bien del ejército, en primer lugar. Es indispensable distinguir a quienes combatieron y pagaron con el precio de sus vidas o quedaron discapacitados, o bien psíquicamente dañados, de quienes violaron derechos humanos de manera gravísima y reiterada. A los primeros les debemos, en efecto, gratitud, reconocimiento y reparación. Lo cual en muchos casos no se está cumpliendo y la nación está en deuda. Tal como está en deuda con las víctimas de abusos, torturas y asesinatos, desgraciadamente muchas veces en manos de militares, de lo cual hay múltiples evidencias –fosas clandestinas masivas, relatos de violaciones grupales, torturas, asesinatos, etcétera– que hoy se pretende ocultar tras la coartada del combate contra la barbarie de Sendero Luminoso. Siendo tan abrumadora la cantidad de pruebas y testimonios de las atrocidades cometidas en esa época siniestra, con la complicidad soterrada de buena parte del poder civil y la población indiferente, esto ya no debería ser objeto de polémica.
Sin embargo, seguimos entrampados. Un mal entendido espíritu de cuerpo impone una solidaridad sin matices, en donde se entrevera a los soldados que honraron su espada –el símbolo fálico por excelencia–, con quienes la embarraron –en un registro sádico-anal–, actuando las fisuras y desigualdades que marcan con líneas infamantes los remiendos de nuestra sociedad. Los jueces argentinos que tuvieron a cargo los procesos análogos en su país, de paso por Lima, han narrado una metodología consistente en juzgar a un número representativo de los peores casos de violaciones de derechos humanos (unos 800), cometidas bajo la dictadura por los militares. Acaso es lo que estamos haciendo aquí, sin decirlo explícitamente (práctica que lleva el sello nacional). Ojalá que el próximo comandante general ya tenga clara esa diferencia y además recuerde no solo a los militares procesados, sino a las miles de víctimas que nada tuvieron de colaterales, pero a las que seguimos tratando como si lo fueran.
por Jorge Bruce (*)
La espada fue la imagen con la que deslindó el general Guibovich las relaciones entre la fuerza armada y el poder civil: “brilla cuando nos dedicamos a lo nuestro y se opaca cuando nos alejamos de ello. Deja de ser un símbolo de honor cuando apunta al corazón de la democracia”. Hay un regusto a Tolkien en la metáfora (en la saga de El Señor de los Anillos, Frodo recibe una espada que se pone azul cuando se acercan los orcos). En el discurso del general no está claro quiénes son los orcos que amenazan a la democracia, pero es alentador que el sucesor del popular pero opaco Donayre se haya comprometido a no volver a aliarse con los engendros de Sauron (¿Fujimori y Montesinos?). Hay esperanza de una gestión más institucional, sin relentes de combustible ni el primitivo recurso demagógico a chita la payasá.
Lo inquietante, fuera del show grotesco del jinete con sus reminiscencias de prócer y el desafiante paseo en hombros, ha sido la alusión a los “soldados acusados y procesados por supuestamente violar los derechos humanos”, diciendo que no están solos y la nación les tiene gratitud. Hay aquí una amalgama que no podemos, bajo ningún pretexto culposo o acomodaticio, dejar pasar. Por el bien del ejército, en primer lugar. Es indispensable distinguir a quienes combatieron y pagaron con el precio de sus vidas o quedaron discapacitados, o bien psíquicamente dañados, de quienes violaron derechos humanos de manera gravísima y reiterada. A los primeros les debemos, en efecto, gratitud, reconocimiento y reparación. Lo cual en muchos casos no se está cumpliendo y la nación está en deuda. Tal como está en deuda con las víctimas de abusos, torturas y asesinatos, desgraciadamente muchas veces en manos de militares, de lo cual hay múltiples evidencias –fosas clandestinas masivas, relatos de violaciones grupales, torturas, asesinatos, etcétera– que hoy se pretende ocultar tras la coartada del combate contra la barbarie de Sendero Luminoso. Siendo tan abrumadora la cantidad de pruebas y testimonios de las atrocidades cometidas en esa época siniestra, con la complicidad soterrada de buena parte del poder civil y la población indiferente, esto ya no debería ser objeto de polémica.
Sin embargo, seguimos entrampados. Un mal entendido espíritu de cuerpo impone una solidaridad sin matices, en donde se entrevera a los soldados que honraron su espada –el símbolo fálico por excelencia–, con quienes la embarraron –en un registro sádico-anal–, actuando las fisuras y desigualdades que marcan con líneas infamantes los remiendos de nuestra sociedad. Los jueces argentinos que tuvieron a cargo los procesos análogos en su país, de paso por Lima, han narrado una metodología consistente en juzgar a un número representativo de los peores casos de violaciones de derechos humanos (unos 800), cometidas bajo la dictadura por los militares. Acaso es lo que estamos haciendo aquí, sin decirlo explícitamente (práctica que lleva el sello nacional). Ojalá que el próximo comandante general ya tenga clara esa diferencia y además recuerde no solo a los militares procesados, sino a las miles de víctimas que nada tuvieron de colaterales, pero a las que seguimos tratando como si lo fueran.
(*) Diario La República
Nada que agregar sobre tan folclórico personaje. Todo esta dicho sobre este General al que hay que reconocer su aporte insuperable para tirarse al piso la maltratada imagen de nuestro alicaído ejército. La explosión del tanque con el trágico accidente de un sub oficial es parte de la pésima gestión del ministro actual, apunta Anterito, apunta ahora que pareces interesarte mucho por el orden de nuestras fuerzas armadas.
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