Devuélvanme a mi chica por Beto Ortiz (*)
La chica de mirada triste que aparece en la foto es mi engreída, se llama Anastasia y ha sido secuestrada. Responde también si la llamas Ana, Anita, Chola o Cholita. La raptaron el pasado viernes en la calle Lino Mendoza de la urbanización Viñedos, en Surco. Y digo que es un rapto porque ya me ha pasado varias veces: se llevan a uno de mis perros con el vil propósito de sacarme plata. La crónica que sigue relata la primera vez que me ocurrió y es, a la vez, un aviso de servicio público. Devuélvanme a Anita. Díganme cuánto quieren, pero devuélvanmela. Tiene nueve años -el equivalente a sesenta y tres- ya está viejita. Ni para crías les sirve. Cualquier información, llamar al 257-4632 o al 926-54543.
La aciaga llamada convirtió en un manicomio el switcher o control maestro de aquel pobrecito canal en el que yo hacía por entonces mis torpes pininos como conductor de televisión. Que a nadie se le ocurriera sacarla al aire fue una fina cortesía de los dioses, siendo que mi cándida secuencia consistía, justamente, en entablar majaderas tertulias en vivo con los casi siempre groseros televidentes y tolerar con perfecto estoicismo sus más deplorables ocurrencias. Apenas nos fuimos a comerciales, corrí al teléfono. La voz glacial del secuestrador me paralizó:
-O pagas o la matamos.
-Primero quiero hablar con ella -desafié.
-¿Hablar con ella? ¿Eres imbécil?
-Pónganmenla al teléfono, carajo.
Lo hicieron. Lo primero que pude oír fue su jadeante respiración. Luego, al reconocer mi voz repitiendo su nombre, no pudo más y lanzó un quejido lastimero. No había duda, puta madre, era Nikita. Los malditos la tenían. Era ella.
-Tienes dos horas para juntar la plata. Ya sabes: cien dólares o le cortamos el pescuezo.
* * * *
A cambio de su fidelidad perpetua, había abonado, años antes, la misma indigna suma como única retribución. Ahora lo recuerdo, avergonzado. Lucía entonces tan pequeña e indefensa y, sin embargo, algo en ella la hacía parecer potencialmente peligrosa. Ni bien sentí el primer impacto de esa su clásica miradita de loba feroz con la que tan eficazmente me derrite hasta el día de hoy, llamé con la mano a aquel colegial tan bien peinadito que, escabulléndose del escrutinio de los mozos, la ofrecía de mesa en mesa, pregonando bajito. "¡Siberian Husky, Siberian Husky!", repetía el mocoso al oído de los comensales del Haití, como si en lugar de una noble y majestuosa raza canina, aquella fuera la denominación de unos chocolates recién importados de Europa.
* * * *
Tan boba tentativa de negociación lógicamente fracasó: la llamada se cortó de golpe, las instrucciones quedaron inconclusas y perdí contacto con los plagiadores durante un horrible mes marcado por una angustia sin fondo. "¿Dónde estás, Nikita?", rezaban los generosos titulares que mis colegas escribían en los tabloides junto a gloriosas fotografías de tiempos más felices. Mi mascota se había vuelto una celebridad, pero nadie parecía tener idea de por dónde empezar a buscarla.
***
Nikita fue mía por primera vez una noche tibia del verano del 97. Desde entonces, y pese a mi tenaz alergia al pelo de perro, debo haber dormido con ella las últimas tres mil noches de mi vida. Fue una chica decidida y peleonera desde cachorra. Pitbulls y rottweillers que han pretendido faltarle el respeto han rodado sin remedio por el polvo para terminar huyendo, baboseados, entre patéticos chillidos de chihuahua. Acaso yo la haya bautizado así en mi imaginación desde mucho antes de tenerla, en alabanza de la dulcísima asesina de Jean Luc Besson.
* * * *
Yo no me cansaba de ofrecer recompensas cada vez mayores a quien creyera tener el menor indicio. Tampoco de responder las llamadas de los chistosos o los despistados que, aprovechando el pánico, exigían hablar personalmente conmigo y, cuando lo conseguían, me bombardeaban de pistas falsas o de diatribas que yo no tenía fuerzas para responder. Mi ánimo, otrora festivo y exultante, se fue marchitando inexorablemente ante la teleaudiencia y el tono de mi programa pasó, en tiempo récord, del sarcasmo inmisericorde a la cuadriplejia espiritual. Los índices de sintonía se desplomaron. Nadie quería comenzar su mañana con mi flamante show de la desesperanza. Me había transformado en un pobre y triste desanimador. Los auspiciadores se retiraban en estampida y, si las cosas continuaban así, aquella diminuta televisora -que vivía de mí- sucumbiría. El presidente del directorio convocó a una reunión de urgencia a todos los gerentes y ordenó buscar a Nikita hasta debajo de las piedras. Mientras ella no apareciera, la ruina nos acecharía a todos. Recuperarla pasó a convertirse en el más urgente objetivo empresarial.
* * *
Diciembre es el mes más cruel sentencié, dirigiendo hacia la cámara dos una lóbrega mirada que resumía toda la maldad del mundo. Era el programa especial de nochebuena y mi pavorosa venganza contra la raza humana consistía en despotricar con ferocidad de la estúpida farsa navideña que, por si no se habían dado cuenta, era la más perversa exacerbación de las desigualdades en un país reventado desde siempre por la violencia y la tuberculosis. Las llamadas furibundas de televidentes -que, sin duda, se sabían todos los villancicos- hicieron colapsar la central. Nadie entendía qué estaba pasando. Los camarógrafos quitaban el ojo del lente para mirarme intrigados y mi productora imploraba calma juntando las manos. De pronto, uno de mis asistentes se acercó hasta la mesa de conducción y depositó un paquetito con timidez. Era una diminuta caja envuelta en papel de regalo que, por supuesto, rechacé con seca displicencia. "¡Que lo abra!" -gritó la productora y, pronto, todos se sumaron a su coro. Bah. ¿Por qué no se guardaban un poquito sus obsequios en el orto? Desaté el moñito rojo con la sonrisa de un condenado a la inyección letal. Bah. Bah. Tres veces bah. ¿Por qué no se iban todos a rellenar su pavipollo con miga de pan? "¡Que lo abra!"-insistie- ron todos aplaudiendo, así que, más de fuerza que de ganas, abrí por fin la puñetera caja y en los monitores del estudio todos vieron aparecer multiplicada la cabecita curiosa de una preciosa siberiana recién nacida. Y aunque me había jurado nunca llorar en televisión, mis ojos se ensoparon sin remedio mientras cargaba a la nueva bebé y los créditos finales intentaban atenuar el melodrama. Huelga decir que todita mi arenga antipascual se me fue al culo, sobre todo cuando, horas después, el jefe de seguridad del canal se acercó corriendo al auto en el que la sucesora y yo nos íbamos y, todo agitado, nos detuvo diciendo:
-Dos palomillas le trajeron esto.
Era Nikita. A los acordes de sublime partitura de Ennio Morricone, nos abrazamos en cámara lenta. Mis navideñas lágrimas, sin duda, habían disuelto el odio que anidaba en el corazón del secuestrador. Era un milagro, un milagro del niño Dios. Y el happy end nos hubiera quedado perfecto si no fuera porque, al minuto siguiente, cual Tarzán peleando contra el cocodrilo, me vi forzado a abrirle las fauces con las manos para que escupiera a Anastasia, mi pobrecita cachorra nueva a la que había pescado veloz de un solo mordisco, absolutamente ciega de celos perros. De eso han pasado ya nueve años y hasta hoy son aliadas inseparables, especialmente a la hora de propinarles sincronizadas golpizas a los matoncitos machos más que no terminan de entender por qué mis bellas nunca se dejan. Pobres. Deben de creer que son pareja.
(*) De su columna del diario Perú21.
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