"Es un buen tipo mi viejo". La letra de Piero-José le calzaba justo a mi padre. Aunque no se había "criado con tranvía" sino con carro propio desde los 14 años (un Fiat Topolino), había sido fiel a aquel tiempo suyo con espacio para la conversación, la siesta y el tiempo compartido. Mi familia paterna, descendiente de agricultores italianos, se había dedicado a la exportación de cereales. Mi padre ingresó cuando mi abuelo le frustró su sueño de ser médico y, en poco tiempo, ganó suficiente dinero como para olvidar sus preferencias profesionales. Tenía dos carros: un Packard enorme y un Opel más manuable. No los conocí pues nací en 1940 -en plena Primera Guerra Mundial- y con Inglaterra, principal cliente de los cereales argentinos, en cesación de pagos.
Mis abuelos y mis tíos, quienes habían empezado desde abajo, aguantaron con sus ahorros. Mi viejo, que se había iniciado en la cresta de la ola, siguió viviendo como rico hasta que, ya sin carros y sin veraneos en Punta del Este, se instaló como organizador de agencias de seguros. Nunca se habituó a ser dependiente ni abandonó totalmente su nivel de vida, ni a Zampabollo y a Superior, los dos caballos con los que la plata terminó de irse.
Sus depresiones financieras las resolvía saliendo a comer fuera con nosotros y gastando lo que casi no tenía. Él era así: se gratificaba. "Vale más tirar la plata que un ataque al hígado" (así llamaba a sus somatizaciones de los problemas). De todos modos, los 'ataques al hígado' eran inevitables y, cuando se volvían muy intensos, se despedía de nosotros con un montaje escénico que mi madre transformaba en un inocente juego. Nadie sufría, solo él.
De cadáver pasaba a eufórico animador de los almuerzos y cenas familiares, y su cara revelaba cada uno de esos estados con una nitidez que, con solo verlo, indicaba cómo tratarlo. Era tan tierno que si alguna vez nos hubiese tocado un pelo, no digo pegarnos, se hubiese internado en un psiquiátrico para purgar sus penas. Si levantaba un poquito la voz (rarísimo en él), se disculpaba y te regalaba media hora de caricias hasta que uno le otorgaba el perdón por algo que no había hecho pero que creía haber hecho.
Le gustaba hablar de fútbol y, en ese campo, sí era imposible contradecirlo. Su pasión por Newell's Old Boys no le permitió comprender jamás que yo traicionara los ideales familiares y me hiciera hincha de Rosario Central, y menos aún entendió, empedernido antiperonista que, ya adulto, me incluyera en esa corriente política. Nuestra única conversación convertida en discusión fue debido a ese tema, y creo que nos lastimó a ambos. Levemente, es verdad, pero lo suficiente para que, en adelante, evitáramos el tema. Incluso, durante mi exilio parisino causado por la barbarie militar, solíamos eludir la política argentina. Cumpliendo su pedido, acabó su vida en casa, lejos de terapias intensivas y de conexiones exóticas, en una mañana de sol, con las ventanas abiertas y con las manos de mi madre entre las suyas, un mes antes de cumplir sus bodas de oro.
(*) Aparecido en su columna del diario Perú21
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