Cómo terminar con el fútbol definitivamente por Beto Ortiz (*)
«Yo cuando encuentro a alguien que no le gusta el fútbol, me alejo. desconfío. de lejos nomás».Aldo Miyashiro. Un misterio, una pasión
Nunca me escogieron para ningún equipo en el colegio. Siempre era considerado mantequilla, el saldo, la mini-yaya, el último que quedaba, el arquero-jugador. Aprobaba educación física con exámenes escritos. Debe ser por eso que ahora escribo como Jefferson Farfán haciendo pataditas en el réclame de Claro. Pero no saber jugar al fútbol era suficiente para ser unánimemente tachado de marica. Y después le preguntan a uno: «¿En qué momento te diste cuenta.?» Yo no me había dado cuenta de nada todavía y ya me estaban mirando con sospecha. Con tanta sospecha como la que a mí me despiertan todos los hinchas sin excepción, todos los robotizados feligreses de esa religión troglodita en la que una banderola equivale al cuerpo de Cristo y un bombo al santísimo cáliz de la salvación. ¡Un bombo! Ni siquiera un saxofón o, ya qué importa, un clarinete sino un bombo, el instrumento favorito del payaso Tontolín, el único que puede ser tocado a la perfección por chimpancés.
Sabrán ustedes disculparme pero no he deseado nunca que mi mayor preocupación consista en correr como baboso detrás de una puta pelota si cuando la alcance -cosa improbable- tampoco sabré qué hacer con ella. Como Claudio Pizarro, ¿no es cierto? Igualito. O para decírselo más clarito todavía: ¿por qué carajo voy a perseguir una pelota que ni quiero, ni me gusta, ni necesito?
Puedo vivir sin una, jugadores, corran ustedes tras ella, patéense ustedes, persíganse, forcejeen, mátense por ella, quédensela. Lo que yo quiero alcanzar es la inmortalidad y no una estúpida bola blanco con negro. ¿Para qué la quiero? ¿Para hacer un gol? ¿Un gol? ¿Qué es eso? ¿Qué sabrán ustedes de luz, mis queridos fotógrafos ciegos? Esa palabrita que ustedes, deprimidísimos futboleritos peruanos -o lo que es lo mismo: marineritos bolivianos- no gritan nunca o sea: gol y que, en lo que a mí respecta, podría llamarse también bim, bam o bum no me dice absolutamente nada.
Mi corazón de poeta (de la zurda) no encuentra nada lírico ni épico ni sublime en la mera introducción de un objeto esférico relleno de aire previamente pateado dentro de un simple bastidor de madera con mallita de pabilo. ¿Por qué lo tengo que gritar y que sacarme el polo y que mesarme los cabellos y que saltar y que aplaudir? Cuando, al borde mismo de la desesperación o de la muerte, alguien consigue escribir un verso memorable nadie grita. Nadie se saca el polo. Nadie se mesa los cabellos. Nadie salta. Nadie aplaude. ¿Me van a venir a decir que meterle un taponazo a "la de cuero", a "la vedette", a "la gordita" es más difícil, tiene más mérito o requiere de mayor genio que escribir vienes en la noche con el humo fabuloso de tu cabellera?
Meter un gol, para mí, vendría a ser exactamente eso: lograr combinar once palabras de manera gloriosa: engarzar la oncena perfecta. ¿Acaso saldrían ustedes a las calles a celebrar mi poema magistral blandiendo matracas, quemando cohetones, agitando banderas, volcando combis, despedazando cabinas telefónicas, pateando ancianas, apuñalando a uno que otro transeúnte en el hígado de la pura alegría? ¿No es cierto que no? No esperen entonces que mi espíritu se contagie de su ridículo bunga-bunga de tribu demasiado arrecha, demasiado pasteleada, demasiado tebeciana y/o demasiado hambrienta. No comparto su fe. No me arranca lágrimas que un fulano al que no conozco tenga cierta puntería en el zapato. No me da nada. Me vale verga su alegría abstracta. No la entiendo y es mejor que no intenten explicármela porque apuesto a que me vienen con que Upa-upa-upa-pá o con que ¡El que no salta es una gallina, el que no salta es una gallina! o con que Una sola letra guía mi vida. Oh, sí, claro. ¡Y dale E!, ¡Y dale E! ¡Vaya al diablo, el perrito y la calandria!
Me imagino a mí mismo gritando por las calles: «¡Soy 100% beige!» o «¡Seré lila hasta la muerte!» o peor aún, pintándolo en las paredes con spray y me doy un culo de vergüenza. Pero es que este muñeco no tiene pies ni cabeza, caballero. ¡Piensa un poquito, pe' varón!, ¡piensa, pe', piensa! De entre todas las encrucijadas con que te reta el existir, esta de tener que escoger -obligado- de qué color soy me parece, de lejos, la más imbécil. Me niego a tener que elegir entre ser celeste, rosado, crema, o azul. Francamente. Me parece una disyuntiva para débiles mentales, para niños tarados como los que competían equipo rojo contra equipo verde en Nubeluz. ¿Qué carajo significa ser naranja, amarillo o marrón? ¿Qué hay detrás? Upa-upa-upa-pá, precisamente. O sea: Nada. Ninguna idea, ningún sueño. En lo que a fútbol se refiere me declaro oficialmente daltónico. Además, a cuento de qué venir a pedirme definiciones si en el Perú a nadie le interesa si eres de izquierda o de derecha, si eres creyente o ateo, si dominas más las ciencias que las letras, si prefieres la democracia al autoritarismo, si estás a favor o en contra de la pena de muerte porque la única puta pregunta que hay que estar listos para responder en este gran festival de los monotemáticos es: ¿Eres hincha de la U o del Alianza? ¡Y pobre de ti si no eres de ninguno de los dos! Hazte ver, anormal, enfermo, escoria social, marciano de mierda.
Me he opuesto, me opongo y me opondré siempre al fútbol peruano porque es una fuente eterna y despiadada de frustración. Porque siempre ilusiona a tanta pobre gente y, en tiempo récord, la defrauda y la deprime hasta niveles de suicidio colectivo. Porque exalta un patrioterismo barato, cerril, prepotente e inútil. Porque sus fracasos siempre terminan dándole la razón a los ampays, (aunque Paolo es y será siempre inocente en mi corazón). Porque genera ganancias absurdamente millonarias en publicidad.¡y de cerveza! Porque esos comerciales futboleros no aspiran a construir ningún país de deportistas ganadores sino uno de borrachines necios e inservibles. Porque esas campañas venden la idea de que triunfar en la vida es ser, justamente, una Foca Farfán: ganar un rehuevo de plata afuera, no mandarle a tus hijos (negados) ni para el té y cuidarse tanto las sacrosantas piernecitas cada puta vez que le toca ponerse la blanquirroja. Porque es el caldo de cultivo para los narradores deportivos más obvios y afásicos del mundo. Porque es la fuente de inspiración para los titulares más ridículamente candelejones («¡A freír monos!» Sí, claro: Cinco a Uno). Porque el floro pomposo con que los comentaristas de fútbol se adornan y firuletean demora siempre quince minutazos para decir lo que se podría haber dicho en ninguno, o sea: nada. Porque endiosa a cualquier NN al que le liga un gol y masacra hasta a la mamá de la superestrella que lo falla. Porque produce lamentables filósofos instantáneos como el santurrón de Oré o el calzonazo de Ternero. Porque nos habitúa a una mediocridad tal que llegamos a sentirnos supercampeones cuando empatamos cero a cero. Porque por empatar tienen la majestuosa concha de pretender cobrar ocho mil dólares de premio. (¿Y con cuánto los premian por perder?) Porque sobrevalúa jotitas que no le han ganado a nadie todavía y los infla como globos hasta el día en que -lógico- reventarán con el ensordecedor estruendo de los verdaderos bluffs. Porque sus estrellas internacionales -que llegan a hacernos el gran favor de jugar por su ex barrio, o sea, por su país- vienen llenecitos de esos disfuerzos tan típicos de los imbéciles con plata: ayer nomás jateaban en Huaycán y hoy exigen suite en El Golf Los Inkas. Y porque las raras veces en que se hace matemáticamente posible la victoria en algún irrelevante partido amistoso, los primeros en colgarse con roche de la veintiúnica victoria son los presidentes, los mismos presidentes que no hacen nunca absolutamente nada para que el oprobioso fútbol peruano deje de trapear internacionalmente el piso con nuestra bandera y pueda, algún día, dar un poquito menos de lástima que la que viene dándole -en las últimas tres décadas- al planeta entero. ¡Así no, pues, así no! ¡Al cholo, hombre, al cholo!
(*) Aparecido en su columna del diario Perú21