No me imaginaba gritando en el cementerio por Guillermo Giacosa (*)
De joven leí una historia de la India que hoy he vuelto a encontrar y que me dejó una enseñanza que, a pesar de mis esfuerzos y de mis inocentes ilusiones, nunca logré practicar como hubiese deseado. Y no solo porque implicaba un triunfo sobre mí mismo, sino porque habría vivido con mayor placidez los años más tormentosos de mi existencia. Me ha gustado releerla porque ahora, arrimándome a los 68 años, siento que ya no es tan difícil poner en práctica sus enseñanzas. Durante la juventud es casi como pedirle peras al olmo pues, inconscientemente a veces, solapadamente las más, la búsqueda del reconocimiento es un ejercicio tan cotidiano como agotador. La historia que menciono es de autor anónimo y cuenta lo siguiente:
"Era un venerable maestro. En sus ojos había un reconfortante destello de paz permanente. Solo tenía un discípulo, al que paulatinamente iba impartiendo la enseñanza mística. El cielo se había teñido de una hermosa tonalidad de naranja-oro, cuando el maestro se dirigió al discípulo y le ordenó:
-Querido mío, acércate al cementerio y, una vez allí, con toda la fuerza de tus pulmones, comienza a gritar toda clase de halagos a los muertos.
El discípulo caminó hasta un cementerio cercano. El silencio era sobrecogedor. Quebró la apacible atmósfera del lugar gritando toda clase de elogios a los muertos. Después regresó junto a su maestro.
-¿Qué te respondieron los muertos?- preguntó el maestro.
-Nada dijeron, ni una sola palabra he escuchado de ellos.
-En ese caso, mi muy querido amigo, vuelve al cementerio y lanza toda suerte de insultos a los muertos.
El discípulo regresó hasta el silente cementerio. A pleno pulmón, comenzó a soltar toda clase de improperios contra los muertos. Después de unos minutos volvió junto al maestro, que le preguntó al instante:
-¿Qué te han respondido los muertos?
-De nuevo nada dijeron- repuso el discípulo.
Y el maestro concluyó:
-Así debes ser tú: indiferente, como un muerto, a los halagos y a los insultos de los otros".
Luego, el maestro, formado en otros tiempos, pero que presentía que esos hábitos serían moneda corriente en la comunicación masiva del futuro, sentenció: "Quien hoy te halaga, mañana te puede insultar, y quien hoy te insulta, mañana te puede halagar. No seas como una hoja a merced del viento de los halagos e insultos. Permanece en ti mismo más allá de unos y de otros". Creo que no recordé esta historia cuando, en 1972, ingresé a la televisión rosarina para trabajar como periodista, pero fue una frase de Jorge Luis Borges -dicha a un colega- la que me sacudió tanto como me hubiese sacudido volver a leer la historia relatada. Las duras palabras de Borges fueron, refiriéndose al periodismo: "Ese oficio que solo sirve para el olvido y está condenado a desaparecer (...) Ese arte de lo efímero y registro de bobadas".
De acuerdo, Maestro, y pena que no esté vivo para comprobar el triste ocaso que usted anticipaba.
(*) De su columna aparecida en el diario Perú21
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