ENTRE EL FÚTBOL Y LA POLÍTICA.
El impacto emocional y económico del deporte más popular del mundo ha despertado desde siempre la codicia de muchos. Su escenario más trascendental no está en las canchas verdes, sino, a menudo, en oscuros gabinetes
Por David Hidalgo Vega
Por David Hidalgo Vega
Quizá la versión más obscena de la megalomanía en el fútbol la haya dado el brasileño Joao Havelange, un auténtico marajá de la burocracia deportiva mundial, un día en que le preguntaron si como presidente de la FIFA se sentía el hombre más poderoso del mundo. Su respuesta no tuvo el menor asomo de rubor: "He estado en Rusia dos veces, invitado por el presidente Yeltsin. He estado en Polonia con su presidente. En la Copa Mundial de Italia 1990 vi al papa Juan Pablo II tres veces. Cuando voy a Arabia Saudí, el rey Fahd me recibe de un modo espléndido. En Bélgica tuve una reunión de hora y media con el rey Alberto. ¿Usted cree que un jefe de Estado va a desperdiciar ese tiempo con un cualquiera? Eso es respeto. Esa es la fuerza de la FIFA. Yo puedo hablar con cualquier presidente, pero ellos también estarán hablando con un presidente, de igual a igual. Ellos tienen su poder y yo tengo el mío: el poder del fútbol, que es el más grande poder que existe". El hombre que durante casi un cuarto de siglo ocupó el trono de Zúrich con aires de sumo pontífice ha pasado a la historia por hacer de este deporte una multinacional.
Havelange, a quien sus detractores criticaban una actitud monárquica para administrar el fútbol, hablaba con el espíritu absoluto conferido por el dogma de los libros contables. "Puedo afirmar que el movimiento financiero del fútbol en el mundo alcanza, anualmente, la cifra de 225 mil millones de dólares", dijo otra vez, en 1994, durante una reunión con hombres de negocios en Nueva York. Según sus enemigos, buena parte sirvió para alimentar su ego. "Gobierna más países que las Naciones Unidas, viaja más que el Papa y tiene más condecoraciones que cualquier héroe de guerra", escribió de él Eduardo Galeano.
Cuando se preparó su sucesión, en 1998, varias voces del clero futbolístico vaticinaron el descubrimiento de secretos nada santos. El reformista candidato sueco Lennart Johansson, entonces presidente de la UEFA y rival de Joseph Blatter en la carrera, lo dijo días antes de las elecciones: "Hay rumores de una agenda secreta". Se refería a las negociaciones entre Havelange, Blatter y la empresa ILS, concesionaria exclusiva de los derechos para manejar desde la publicidad en los estadios hasta las mascotas peloteras. La profecía no se cumplió: Blatter ganó la elección y aplicó a rajatabla su promesa de que nada iba a cambiar. El periodista David Yallop debió arruinarle alguna tarde cuando reveló que algunos representantes de las asociaciones africanas de fútbol habían recibido la oferta de 50 mil dólares si votaban por el ahijado de Havelange al trono de la FIFA. "Se dio la garantía de que, si Blatter era debidamente elegido, un avión, cortesía del jefe de Estado (de Arabia Saudí), dejaría el Medio Oriente con un millón de dólares a bordo", escribió Yallop en el libro "Cómo se robaron el juego" (1999). La respuesta oficial fue que se había entregado dinero, pero que solo se trataba de adelantos del subsidio anual que la FIFA da a sus afiliadas de países pobres.
REDONDAS AMBICIONES Tremenda concentración de voluntades y alienaciones ha sido caldo de cultivo para una bien documentada variante de la patología política. "Tiranos, jeques, capos de la mafia, plutócratas, narcos y otras criaturas poco ejemplares se han servido de equipos como estandartes para compensar sus fechorías", señala el cronista mexicano Juan Villoro en el libro "Dios es redondo". Es aquí donde se percibe el carácter transnacional del deporte, porque ha despertado estas secuelas en casi todos los idiomas. "Los políticos brasileños creen desde hace tiempo que todo lo relacionado con el fútbol les ayuda a tener más popularidad que importantes obras públicas", escribe la socióloga estadounidense Janet Lever en el libro "La locura del fútbol" (1983).
Lever --quien pasó de ser una ignorante en el tema a entrañable amiga de Pelé-- registró detalles delirantes de esa simbiosis institucional: el dictador Gaspar Dutra regaló un terreno en pleno centro de Río al club Flamengo para congraciarse con la afición. Años después, el presidente Getulio Vargas concedió un préstamo para que el equipo construyera su propio edificio de 24 pisos. El populismo deportivo esconde pulsiones humanas. "Hay quienes creen que Dutra era un verdadero fanático del Flamengo y que aprovechó su poderoso cargo para ayudar a su querido club a desarrollarse y prosperar", dice Lever. Y la pasión, ya se sabe, genera excesos: a fines de los años sesenta, el general Garrastazu Médici hizo que la directiva del Flamengo contratara a su jugador preferido. "Cuando Darío no lo hizo bien en su nuevo equipo, el presidente convocó a otra junta del directorio del Flamengo para pedir que pasaran a Paulo César 'a la punta izquierda', para dar mayor agresividad a la línea delantera".
El otro efecto secundario del fútbol es que neutraliza el sistema inmunológico de las multitudes contra esos sedientos de poder. El caso más flagrante ocurrió en Serbia y bien podría figurar en un prontuario universal del crimen. El presidente yugoslavo Slóbodan Milósevic, inmortalizado con el evidente apodo de 'El carnicero de los Balcanes', mandó infiltrar la barra brava del equipo Estrella Roja para convertirla a sus intereses políticos. La tarea fue comisionada a Zeljko Raznatovic, un antiguo matón de la policía secreta con varios muertos en su currículum. Raznatovic conquistó la furia de los fanáticos hasta darle un rigor militar. Una orden suya podía enmudecer el estadio. Con el tiempo escogió a los más afiebrados para formar Los Tigres, un grupo paramilitar que jugó su propio deporte en la guerra civil. "El marcador de este genocidio: más de dos mil asesinatos y una fortuna obtenida con el saqueo", cuenta Villoro.
PASES DE ALTO VUELO El parentesco entre las tribunas deportivas y las políticas queda claro en la tradición sudamericana. En los años setenta, el régimen militar brasileño se apropió de los méritos futbolísticos para promocionar un nuevo espíritu de cuerpo. "La marcha compuesta para la selección, Pra frente Brasil, se convirtió en la música oficial del gobierno, mientras la imagen de Pelé volando sobre la hierba ilustraba, en la televisión, los avisos que proclamaban: Ya nadie detiene al Brasil", recuerda Eduardo Galeano. La dictadura Argentina apeló a la imagen de Kempes tras la victoria en el Mundial de 1978.
Los militares uruguayos, sedientos de la misma fórmula, se inventaron un torneo, la Copa de Oro de 1980, e invitarían a todos los campeones mundiales hasta esa fecha. Un mes antes meterían de contrabando el plebiscito para una nueva Carta Magna. "El culto a la democracia y la Constitución lo festejaríamos a través de nuestro deporte identitario", señala Andrés Morales en el ensayo "Fútbol, política y sociedad". Hay quien recuerda la imagen del general Morales Bermúdez colocándose una camiseta peruana recién sudada.
"El fútbol es la patria, el poder es fútbol", precisa Galeano. Algunos patriotas parecen haberlo comprendido a su manera, como Julio Grondona, el mandamás del fútbol argentino, que hasta el 2011 cumplirá su octavo mandato consecutivo. El hombre resiste bombas atómicas: superó la llegada de la democracia con Raúl Alfonsín, por sus relaciones políticas con el radicalismo, y dos años después resistió el pedido de intervención de dos diputados peronistas. En 1988 fue elegido vicepresidente primero de la FIFA. Ni las críticas furibundas de los mayores mitos del fútbol argentino, incluyendo a Maradona y Bilardo, ni supuestos escándalos financieros han podido removerlo del cargo, en una situación que se hace fastidiosamente familiar.
Es parte de las brechas que se permite una pasión con derecho canónico propio. El componente fatalista de la utopía del fútbol. En el Mundial de 1950 un arquero semidiós brasileño arruinó su carrera al comerse un fatídico gol en plena final. De él se llegó a decir: "Ese es Barbosa, el hombre que hizo llorar a un país". La analogía es contundente: si funciona para un pelotero, también para un político.
Havelange, a quien sus detractores criticaban una actitud monárquica para administrar el fútbol, hablaba con el espíritu absoluto conferido por el dogma de los libros contables. "Puedo afirmar que el movimiento financiero del fútbol en el mundo alcanza, anualmente, la cifra de 225 mil millones de dólares", dijo otra vez, en 1994, durante una reunión con hombres de negocios en Nueva York. Según sus enemigos, buena parte sirvió para alimentar su ego. "Gobierna más países que las Naciones Unidas, viaja más que el Papa y tiene más condecoraciones que cualquier héroe de guerra", escribió de él Eduardo Galeano.
Cuando se preparó su sucesión, en 1998, varias voces del clero futbolístico vaticinaron el descubrimiento de secretos nada santos. El reformista candidato sueco Lennart Johansson, entonces presidente de la UEFA y rival de Joseph Blatter en la carrera, lo dijo días antes de las elecciones: "Hay rumores de una agenda secreta". Se refería a las negociaciones entre Havelange, Blatter y la empresa ILS, concesionaria exclusiva de los derechos para manejar desde la publicidad en los estadios hasta las mascotas peloteras. La profecía no se cumplió: Blatter ganó la elección y aplicó a rajatabla su promesa de que nada iba a cambiar. El periodista David Yallop debió arruinarle alguna tarde cuando reveló que algunos representantes de las asociaciones africanas de fútbol habían recibido la oferta de 50 mil dólares si votaban por el ahijado de Havelange al trono de la FIFA. "Se dio la garantía de que, si Blatter era debidamente elegido, un avión, cortesía del jefe de Estado (de Arabia Saudí), dejaría el Medio Oriente con un millón de dólares a bordo", escribió Yallop en el libro "Cómo se robaron el juego" (1999). La respuesta oficial fue que se había entregado dinero, pero que solo se trataba de adelantos del subsidio anual que la FIFA da a sus afiliadas de países pobres.
REDONDAS AMBICIONES Tremenda concentración de voluntades y alienaciones ha sido caldo de cultivo para una bien documentada variante de la patología política. "Tiranos, jeques, capos de la mafia, plutócratas, narcos y otras criaturas poco ejemplares se han servido de equipos como estandartes para compensar sus fechorías", señala el cronista mexicano Juan Villoro en el libro "Dios es redondo". Es aquí donde se percibe el carácter transnacional del deporte, porque ha despertado estas secuelas en casi todos los idiomas. "Los políticos brasileños creen desde hace tiempo que todo lo relacionado con el fútbol les ayuda a tener más popularidad que importantes obras públicas", escribe la socióloga estadounidense Janet Lever en el libro "La locura del fútbol" (1983).
Lever --quien pasó de ser una ignorante en el tema a entrañable amiga de Pelé-- registró detalles delirantes de esa simbiosis institucional: el dictador Gaspar Dutra regaló un terreno en pleno centro de Río al club Flamengo para congraciarse con la afición. Años después, el presidente Getulio Vargas concedió un préstamo para que el equipo construyera su propio edificio de 24 pisos. El populismo deportivo esconde pulsiones humanas. "Hay quienes creen que Dutra era un verdadero fanático del Flamengo y que aprovechó su poderoso cargo para ayudar a su querido club a desarrollarse y prosperar", dice Lever. Y la pasión, ya se sabe, genera excesos: a fines de los años sesenta, el general Garrastazu Médici hizo que la directiva del Flamengo contratara a su jugador preferido. "Cuando Darío no lo hizo bien en su nuevo equipo, el presidente convocó a otra junta del directorio del Flamengo para pedir que pasaran a Paulo César 'a la punta izquierda', para dar mayor agresividad a la línea delantera".
El otro efecto secundario del fútbol es que neutraliza el sistema inmunológico de las multitudes contra esos sedientos de poder. El caso más flagrante ocurrió en Serbia y bien podría figurar en un prontuario universal del crimen. El presidente yugoslavo Slóbodan Milósevic, inmortalizado con el evidente apodo de 'El carnicero de los Balcanes', mandó infiltrar la barra brava del equipo Estrella Roja para convertirla a sus intereses políticos. La tarea fue comisionada a Zeljko Raznatovic, un antiguo matón de la policía secreta con varios muertos en su currículum. Raznatovic conquistó la furia de los fanáticos hasta darle un rigor militar. Una orden suya podía enmudecer el estadio. Con el tiempo escogió a los más afiebrados para formar Los Tigres, un grupo paramilitar que jugó su propio deporte en la guerra civil. "El marcador de este genocidio: más de dos mil asesinatos y una fortuna obtenida con el saqueo", cuenta Villoro.
PASES DE ALTO VUELO El parentesco entre las tribunas deportivas y las políticas queda claro en la tradición sudamericana. En los años setenta, el régimen militar brasileño se apropió de los méritos futbolísticos para promocionar un nuevo espíritu de cuerpo. "La marcha compuesta para la selección, Pra frente Brasil, se convirtió en la música oficial del gobierno, mientras la imagen de Pelé volando sobre la hierba ilustraba, en la televisión, los avisos que proclamaban: Ya nadie detiene al Brasil", recuerda Eduardo Galeano. La dictadura Argentina apeló a la imagen de Kempes tras la victoria en el Mundial de 1978.
Los militares uruguayos, sedientos de la misma fórmula, se inventaron un torneo, la Copa de Oro de 1980, e invitarían a todos los campeones mundiales hasta esa fecha. Un mes antes meterían de contrabando el plebiscito para una nueva Carta Magna. "El culto a la democracia y la Constitución lo festejaríamos a través de nuestro deporte identitario", señala Andrés Morales en el ensayo "Fútbol, política y sociedad". Hay quien recuerda la imagen del general Morales Bermúdez colocándose una camiseta peruana recién sudada.
"El fútbol es la patria, el poder es fútbol", precisa Galeano. Algunos patriotas parecen haberlo comprendido a su manera, como Julio Grondona, el mandamás del fútbol argentino, que hasta el 2011 cumplirá su octavo mandato consecutivo. El hombre resiste bombas atómicas: superó la llegada de la democracia con Raúl Alfonsín, por sus relaciones políticas con el radicalismo, y dos años después resistió el pedido de intervención de dos diputados peronistas. En 1988 fue elegido vicepresidente primero de la FIFA. Ni las críticas furibundas de los mayores mitos del fútbol argentino, incluyendo a Maradona y Bilardo, ni supuestos escándalos financieros han podido removerlo del cargo, en una situación que se hace fastidiosamente familiar.
Es parte de las brechas que se permite una pasión con derecho canónico propio. El componente fatalista de la utopía del fútbol. En el Mundial de 1950 un arquero semidiós brasileño arruinó su carrera al comerse un fatídico gol en plena final. De él se llegó a decir: "Ese es Barbosa, el hombre que hizo llorar a un país". La analogía es contundente: si funciona para un pelotero, también para un político.
(*) Aparecido el día domingo en el diario El Comercio
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