Resiliencia, empatía y gobernabilidad
por Jorge Bruce (*)
La resiliencia, un concepto de la física, al migrar a las ciencias humanas se convirtió en: “La capacidad para tener logros, vivir y desarrollarse de manera socialmente aceptable, pese al estrés o a una adversidad que comportan normalmente el riesgo grave de una evolución negativa”. La definición es de Boris Cyrulnik, uno de los más importantes investigadores del fenómeno, quien estuvo hace poco en Lima. Como puede verse, es una idea portadora de esperanza, algo inusual en el mundo intelectual, que se siente más cómodo en un entorno pesimista. Es cierto que en el Perú la apuesta negativa resulta más rentable, a juzgar por lo que observamos en el comportamiento de buena parte de sus élites, lideradas por la única especie cuya extinción no es percibida como un peligro: los otorongos. Pero Cyrulnik, un psiquiatra y psicoanalista judío francés, cuya familia pereció en los campos de concentración y quien se salvó gracias a la ayuda de personas valientes y generosas –una de ellas es hoy la madrina de su hija– tiene fundados motivos para entender la vida de otra manera. Lo cual no lo ha relegado al contingente de los Deepak Chopra, aquellos vendedores de sebo de culebra que comercian con la urgencia tan humana de creer en algo que nos haga sentir menos desamparados. Por una razón muy sencilla: lejos de negar la dureza de la existencia, el francés parte de esta, explorando la extraordinaria capacidad del ser humano para sobreponerse y convertir la potencialidad traumática en una creativa o de utilidad social. De más está decir que para muchos peruanos la resiliencia es un instrumento de supervivencia y superación del sufrimiento tan necesario como el agua o el oxígeno. Precisamente porque somos un país en donde tanta gente siente a diario las punzadas del hambre y el frío, junto con las emociones que estas situaciones dramáticas conllevan –angustia, tristeza, rabia, desesperación, la lista no es limitativa– se requiere de nuestros gobernantes otra de las capacidades que Cyrulnik ha estudiado (en su libro De cuerpo y alma): la empatía. El autor la define como “una aptitud emocional para dejarse modificar por el mundo de otro, al cual uno se siente apegado”. El contrapunto de la empatía es la agresión, decía John Bowlby. Pero sobre todo, la carencia de empatía se caracteriza por la indiferencia o desprecio ante los sentimientos del otro. Eso que la congresista Alcorta ha sintetizado como no rindo cuentas porque “no me da la gana”. O el Presidente cuando ofende a los maestros, el ministro de salud a los médicos, el ministro Rey a los sindicalistas, etcétera. Esta actitud, lejos de fomentar la resiliencia, la traba. En vez de sentirse escuchados y comprendidos –es obvio que no se puede acceder a todos los requerimientos–, encuentran desapego y antagonismo. Lo cual exacerba los conflictos. Peor aún, cuando esto conduce a una respuesta violenta por parte de la población, se suele ceder. De este modo se ha configurado un patrón de relación entre gobernantes y gobernados en donde alternan disonancia, hostilidad y malentendido. Si el grupo se puede entender como la puesta en común de las imágenes y emociones de sus integrantes, es indispensable ponerse en contacto con las mismas en busca de la gobernabilidad. Así como el exceso de empatía conduce al masoquismo, su ausencia desemboca en el sadismo. Si esto es un problema agudo a escala individual, a nivel social es una amenaza para el futuro de la sociedad.
(*) Aparecido en su columna del diario Perú21.
No compartimos los comentarios despectivos (e innecesarios) sobre Deepak Chopra quien no tiene la culpa de tener tanto éxito comercial pese a que muy pocas veces es interpretado como el quisiese. El problema no es el mensajero, sino el mensaje que los decodificadores de estos tiempos aún no han sido autorizados a comprender.
-----------------------------------
No hay comentarios:
Publicar un comentario