lunes, 13 de agosto de 2007

LA SOMBRA DEL PADRE por MARIO VARGAS LLOSA (*)


Tuve una relación desastrosa con mi padre y los años que viví con él, entre los 11 y los 16, fueron una verdadera pesadilla. Por eso siempre envidié a mis amigos y compañeros de infancia y adolescencia que se llevaban bien con sus progenitores y mantenían con ellos, más que una relación jerárquica de autoridad y subordinación, de cariño y complicidad. Recuerdo, de manera muy nítida, por ejemplo, cómo me hubiera gustado tener con el mío ese cálido contubernio que exhibía mi condiscípulo de La Salle, el flaco Ramos, con su padre, quien lo llevaba y traía todos los sábados a los entrenamientos del equipo de futbol del colegio, e iba luego a hacerle barra en los partidos emocionándose hasta las lágrimas cuando su hijo metía un gol. Alguna vez tuve la suerte de acompañar a Ramos hijo y Ramos padre al estadio, a ver jugar a la U, y a mí me distraían de lo que ocurría en la cancha las bromas y burlas que ellos se gastaban todo el tiempo, como si fueran no un padre y un hijo sino un par de compinches de la misma edad. ¡Vaya suerte que tenía el flaco Ramos! Probablemente desde esa época se me ocurrió pensar que una buena relación con el padre debe dejar en quienes la viven algo positivo en el carácter, tal vez eso que llaman buena entraña.
Esa, aparte de lo bien hecho que está, debe ser una de las razones por las que me ha emocionado leer el último libro de Juan Cruz Ruiz, Ojalá Octubre, una memoria enteramente construida en torno a la figura paterna que marcó profundamente la niñez del autor y que ha sobrevivido en su corazón y en su memoria en imágenes vívidas, sentidas y dispersas sobre las que se estructuran los distintos capítulos de su libro. Se trata de una memoria literaria, no histórica, lo que significa que hay en ella no sólo recuerdos, también seguramente fantasía y algunas libertades con lo vivido, pero sobre un sustrato emotivo y sentimental que se adivina muy auténtico y que está expuesto en esas páginas con tanta discreción como elegancia. Al igual que algunos de los últimos libros de Juan Cruz, Ojalá Octubre es una alianza de géneros, en la que el lirismo, el relato, la evocación, la introspección, la nostalgia y la viñeta se confunden en un texto hermafrodita, a caballo entre la poesía y la prosa, la autobiografía y la ficción.
El título proviene de una frase de Truman Capote, quien, en una época en que pasaba una temporada muy feliz, le escribió a un amigo: "Me gusta tanto este mes que ojalá siempre fuera octubre". La frase es bonita pero contiene una falacia esencial pues si uno siempre fuera feliz sería siempre desdichado, o por lo menos un indiferente, ya que la felicidad, como el placer, una de sus manifestaciones más excelsas, sólo existe como un contraste, algo que rompe excepcionalmente la rutina de una normalidad que para el común de los seres humanos es, a veces más bien infeliz, aunque por lo general monótona e insípida. Es una frase que sólo vale como un sueño utópico, paradisíaco, la de prolongar, aboliendo el tiempo, por una eternidad aquella intensa y vertiginosa experiencia que por un breve lapso nos saca de las obligaciones y las preocupaciones y limitaciones múltiples en que discurre nuestra vida y nos exalta y colma y nos da la ilusión de ser otros, en absoluta concordancia con nuestro íntimo ser y materializando nuestros sueños más recónditos.
Lo curioso es que aquella infancia que Juan Cruz evoca con tanta nostalgia y ternura en Ojalá Octubre, transcurrida a la sombra del padre, estuvo muy lejos de ser un lecho de rosas. Por el contrario, fue la de un niño pobre y enfermizo, víctima de periódicos ataques de asma que le cortaban la respiración y lo ponían a orillas del desmayo y que su familia, tinerfeña, de origen campesino, muy humilde y de rudimentaria instrucción, curaba a baldazos de agua fría. La vida era escasez, deudas, cobradores incesantes, inseguridad, dietas de papas y algunos días los niños de la familia no podían ir a la escuela fiscal, pues no había con qué pagar el boleto de la guagua (el autobús). La madre, la típica matriarca española que haciendo milagros daba de comer a todo el mundo —aunque fuera plátanos y más plátanos— y mantenía a flote la barca de la bíblica familia sorteando con diestra mano e incombustible buen humor todos los diarios remolinos y tempestades, parece haber afrontado todo aquello con la más absoluta naturalidad, sin una queja, totalmente inconsciente de su grandeza moral y su heroísmo cotidiano, como si la vida fuera eso y no pudiera ser nada más que eso. Uno de los mejores logros de Ojalá Octubre es hablar de la pobreza y de los pobres sin la menor truculencia ni autocompasión, más bien con una soterrada ternura, y, a la vez, arreglárselas para hacernos sentir todo lo que hay de cruel e injusto en semejante condición.
En esa casita donde ocurre buena parte de lo que se cuenta y que me imagino endeble, contrahecha, rústica, rodeada de platanales, por la que se pasean las gallinas y en la que se hacina en unos pocos cuartos un enjambre humano, hay un niño que, a veces, la oreja pegada al receptor, escucha ansioso la radio, un aparato que, supongo, debía ser prehistórico. Pero, más a menudo, encogido bajo un foco sin mampara que cuelga de un cordón mecido por el aire, vive las más esforzadas aventuras, leyendo a Julio Verne. Sus padres lo miran como un bicho raro, pero lo dejan hacer. Leer es una pasión precoz, una aventura gracias a la cual se ha transformado su existencia, pues lo compensa de todo aquello que no tiene ni vivirá; la otra pasión de su vida —no lo dice pero la va haciendo sentir con ligeras alusiones, con anécdotas, referencias, hasta que ella llega a impregnar la atmósfera del libro— es su padre, ese hombre al que, en la incierta luz del amanecer, espía cuando se afeita ante un espejito diminuto y que parece poseído por el mal de San Vito, pues está siempre saliendo, yéndose, en busca de algo o alguien que nadie, empezando por él, sabe qué ni quién es.
La figura del padre está maravillosamente bosquejada en el libro, al trasluz, a base de silencios y datos escondidos. Rara vez lo oímos hablar, nunca lo vemos hacer un cariño ni decirle un halago a ese hijo que lo sigue y lo contempla como un perrito faldero; la única vez que le pega y luego, se arrepiente, trata de reconciliarse con él con una frase tan parca y hosca como las que pronuncia de vez en cuando y que parecen destinadas no a propiciar la comunicación y el diálogo sino más bien a impedirlos. Y, sin embargo, en este ser estoico, fatalista, hosco, que no sabe sujetarse los pantalones como es debido y anda a veces como un espantapájaros, y al que los acreedores persiguen hasta en los sueños, late, detrás de esa fachada fría y dura, una humanidad cálida y sabrosa, que asoma de pronto en ciertos gestos, como cuando abre la puerta del camión en que trabaja y le indica al niño, con un ademán, que se siente allí a su lado, pues lo acompañará en su recorrido de esta jornada, o lo hace trepar a la motocicleta de los repartos prendido a su espalda, o, los fines de semana, lo lleva, a campo traviesa, a ver trepado en una cerca los partidos de futbol que disputan los equipos del barrio en la cancha junto al cementerio. Esas ocasiones colman al niño de una dicha inexpresable que, buen hijo de su padre, evita formular con adjetivos, pero consigue como por ósmosis, mediante sutiles reminiscencias o insinuaciones del estilo, comunicar al lector, tocándole fibras muy íntimas.
Al igual que la pobreza, la solidaridad familiar y el amor filial están evocados con tanto pudor en el libro que el efecto es precisamente el opuesto: en vez de minimizarlos, magnificarlos. La pobreza está allí, por doquier, frustrando y recortando las vidas de todos, grandes y chicos, parientes cercanos y lejanos, salvo quizá la de aquellos que consiguen emigrar a Venezuela, pero lo que el libro de Juan Cruz hace sobre todo sentir al lector es cómo, pese a ese entorno, quienes vivían todo aquello, no sólo sobrevivían: eran también capaces de gozar, a ratos, arrancándole a la mala vida de privaciones y fracasos, momentos de alegría y entusiasmo, los de la amistad, los del deporte, los de las visitas y las grandes reuniones familiares, los de la ilusión, los de las excursiones a lugares desconocidos, por ejemplo aquel, secreto y misterioso, donde había caído un meteorito.
Estoy seguro que, si tuviera que elegir una entre todas sus vocaciones y profesiones, Juan Cruz elegiría el periodismo. El es un hombre de entusiasmos y yo, que lo conozco hace tiempo, lo he visto entusiasmarse muchas veces. Pero, nunca, con el frenesí delirante que puede embargarlo una entrevista, una crónica, una primicia que logró para el diario o la revista y que le salió redonda. Ahora bien, la literatura que hace está en las antípodas del periodismo; es avara con la información y rehúye el espectáculo, la prosa, muy cuidada, se interpone entre el lector y la realidad como una realidad propia, hecha de evanescencias y siluetas en sombras, de ligeros apuntes sobre los que la conciencia divaga o se interroga, sin concluir. Una demostración más de que la literatura es casi siempre un contrapunto de la realidad que vivimos y de lo que somos, una operación mágica que nos permite vivir otra vida y ser distintos de lo que parecemos. Ahora bien, en este Ojalá Octubre, embebido de una visión tan generosa y comprensiva de la vida, lo que transpira de manera irresistible es un espíritu sin recovecos ni miserias, sano y limpio incluso cuando se codea con la bajeza y la ruindad. O sea que, por lo menos en el caso de Juan Cruz Ruiz, aquella teoría o prejuicio mío de la buena entraña sí funciona.

(*) Aparecido el día 12 de agosto del presente en el diario "El Comercio"

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