sábado, 4 de agosto de 2007

LOS TALIBAN Y LA MODERNIDAD por MANUEL DELGADO (*)








Continúa diálogo entre talibanes y Seúl por los rehenes surcoreanos
Los surcoreanos son voluntarios cristianos y ya llevan 16 días recluidos en la provincia de Ghazni. Un portavoz de los rebeldes aseguró que dos de las 18 mujeres del grupo se encuentran gravemente enfermas.
Los esfuerzos de Seúl y Kabul para liberar a los 21 surcoreanos en manos de los talibanes prosiguieron hoy, cuando se cumplen dieciséis días de secuestro y mientras crece la preocupación por el estado de salud de los rehenes.
Un portavoz talibán aseguró este viernes que dos de las dieciocho mujeres del grupo están "gravemente enfermas" y "no pueden caminar", por lo que los secuestradores estarían dispuestos a liberarlas de inmediato a cambio de la excarcelación de dos presos insurgentes.
Sin embargo, 24 horas después de esas declaraciones, ni las delegaciones gubernamentales ni los talibanes han difundido nuevas informaciones sobre esa propuesta ni sobre el estado de salud de las mujeres.
En la provincia oriental de Ghazni, donde los surcoreanos están retenidos, se encuentra una delegación de Seúl, encabezada por el embajador en Afganistán, para tratar de agilizar las negociaciones a través de un diálogo directo con los captores.
Éstos aceptaron entrevistarse cara a cara con los representantes surcoreanos, aunque las últimas informaciones públicas señalaban que todavía no se había fijado el lugar ni el momento.
El embajador surcoreano mantuvo ese mismo día una conversación telefónica con los secuestradores, en la que dijo que intentaría convencer a los gobiernos de Afganistán y de EEUU a aceptar sus demandas, según afirmó el portavoz talibán Mohammed Yousif Ahmadi.
Para la liberación de los rehenes, los talibanes exigen la excarcelación de varios presos insurgentes que se encuentran en la prisión de Pul-e-Charkhi, en las afueras de Kabul.
En este sentido, el Gobierno de Seúl ha recordado que tiene limitaciones para responder a las demandas de los rebeldes, algo que, según dijo ayer el portavoz presidencial surcoreano, Chun Ho-sun, quiere "dejar claro" a los secuestradores.
Kabul mantiene que hará "todo lo posible" para lograr la liberación de los surcoreanos, pero siempre dentro de los límites de la "ley y la Constitución" de Afganistán.
El Ejecutivo afgano recibió un aluvión de críticas el pasado abril, cuando reconoció que había puesto en libertad a varios presos talibanes como canje por el periodista italiano Daniele Mastrogiacomo, secuestrado por un grupo insurgente.
Tras aquel suceso, el presidente afgano, Hamid Karzai, aseguró que había sido un caso muy particular que nunca se volvería a repetir.
Los surcoreanos son voluntarios cristianos que fueron capturados el 19 de julio por un grupo talibán en Ghazni, cuando viajaban en autobús entre Kabul y la región meridional de Kandahar, una de las rutas más peligrosas del país asiático.
Dos de los rehenes fueron ejecutados después de que el Gobierno afgano se negara a acceder a las condiciones de los rebeldes.
El primer asesinado, apenas una semana después del secuestro, fue el pastor evangélico Bae Hyung-kyu, de 42 años, mientras que el pasado lunes los talibanes ejecutaron a Shing Sun-min, de 29 años.
El funeral de este último se celebró hoy en Seúl en presencia de más de 300 personas y presidido por el pastor presbiteriano Park Eun-jo, cabeza del grupo religioso al que pertenecen los secuestrados.
Los familiares del primer ejecutado han decidido no oficiar su funeral hasta que el resto del grupo no regrese a Corea del Sur.
En Afganistán, además, sigue secuestrado un ciudadano alemán capturado en la provincia centro-oriental de Maidan Wardak un día antes que los surcoreanos.
Se trata de un ingeniero que fue retenido por un grupo talibán junto con un colega de la misma nacionalidad, asesinado a tiros por sus captores el pasado 21 de julio.



Por desgracia, lo que se está diciendo a raíz de la supuesta relación del régimen talibán afgano con los ataques terroristas contra EEUU advierte de las graves dificultades de los occidentales a la hora de comprender la complejidad del mundo islámico. De entrada, parece que no estemos dispuestos a renunciar a ver la imposición violenta de la sharia por los movimientos islamistas como el talibán, más que en tanto que expresión de fobias contra el progreso y atavismos feudalizantes. Si estuviéramos dispuestos a pensar más a fondo el contenido doctrinal del islamismo escriturista descubriríamos en él una ideología a la que se confía la realización de ese proceso homogeneizador al que damos en llamar «modernización» -no confundir con «occidentalización»- una meta en relación a la cual otras propuestas ideológicas habían fracasado, como sucedió, en el caso afgano, con el prooccidentalismo de Aman Allah, con el marxismo de Karmal o el islamismo moderado de Najibullah.Es decir, si de algo no se puede calificar al radicalismo islámico de los talibán es de «tradicional».
Para los talibán la eficacia doctrinal del Islam depende de una religiosidad depurada de todo ritualismo mágico, de toda blasfemia mística y de cualquier influencia filosófica extraislámica. Es por apartarse del mensaje del Profeta y abrazar prácticas y convicciones paganas yahiliyya, fueran tradicionales o importadas, que el mundo musulmán se había mantenido atado al pasado, con la complicidad de un Occidente que procuraba por todos los medios mantener a los pueblos islámicos bajo el influjo de herejías y supersticiones.
El movimiento talibán aparece como manifestación de aquel modelo de islamización cuya aplicación había merecido la confianza de los países occidentales y que había servido para amparar los procesos más exitosos de modernización económica o política. Estos consistieron en colocar el centro de la religión en un texto escrito al que se atribuía una condición inapelable en cuanto a fuente de verdad lo mismo que hicieron las revoluciones puritanas que en Europa, y a partir del siglo XVI, abren las puertas a la Edad Moderna. En efecto, el dogmatismo suní repite la misma dinámica que protagonizó el protestantismo europeo, que, como el islamismo, se basó en formas de piedad fundadas en la intención interior como requisito para la validez de las acciones religiosas, así como en la implantación de formas de religiosidad basadas en las versiones autorizadas de un texto canónico descontextualizado y generalizable. No menos moderna es la orientación ética que se imprime a la acción desde el salafitismo -el modelo teológico del que beben los talibán-, según la cual lo que convierte a un ser humano en musulmán no es sólo la aceptación de un credo, sino el compromiso activo y colectivo de «ordenar el Bien y prohibir el Mal».
En otras palabras, la materia primera doctrinal que permitió la revolución cultural calvinista -antirritualismo, antisacramentalismo, interiorización de las normas sagradas, privatización de la relación con lo sobrenatural, literalismo- ya estaba en el Islam, que postulaba una rectitud trascendente, inalterable, pero no por ello menos concreta, fundada en la obediencia ciega a un texto divino. Lo que ocurrió en la práctica es que esa predisposición quedó limitada a una elite de musulmanes cultos, conocedores de los preceptos sagrados y de los que los talibán serían un excelente ejemplo, mientras que las mayorías sociales continuaban fieles a prácticas y creencias paganas que habían sido superficialmente islamizadas.
Fue la popularización del islamismo de las elites urbanas lo que encontramos en la base de los grandes experimentos modernizadores que ha conocido el mundo musulmán. Los ejemplos más significativos corresponden a naciones que han resultado ser las más fieles aliadas tanto de los EEUU como de los talibán. Por un lado, Arabia Saudí, cuya fundación se lo debe todo al wahhabismo, la corriente suní que ahora reencontramos animando las revueltas independentistas de Chechenia y el Daguestán. El modernismo saudí fue el que más útil resultó para hacer frente al socialismo árabe o al nasserianismo de los 60, en nombre de un «orden económico islámico». Sus bases: libre propiedad de los medios de producción, derecho a la explotación de grandes superficies agrícolas en régimen terrateniente y prohibición de la usura en el crédito -préstamos sin interés fijo- así como una interpretación de la zakat o limosna ritual.
El principio wahhabí del interés común -«dónde esté el interés común está la ley de Dios»- ha sido fundamental para que en Arabia se registrase una centralización estatal que superó las estructuras segmentarias premodernas. De ahí la convicción de que es necesario un Estado no musulmán, sino islámico, algo fundamental en el pensamiento político derivado del alto sunismo salafita, es decir, el islamismo más antitradicional que representan Abu al-Ala Mawdudi, Rashid Rida y los Hermanos Musulmanes. Es esa virtud politizadora del rigorismo islámico, la que han aplicado los talibán, venciendo por la fuerza el secular faccionalismo tribal afgano, a la vez que sometiendo a las minorías que podrían obstacularizar la homogeneización política del país: los chiís y los sunís de lengua persa del norte. Paradójicamente, las alternativas que los estadounidenses barajan para sustituir a la actual república afgana son tan poco modernas como la reinstauración de la Monarquía -de la mano del depuesto Zaher Shah- o el potenciamiento de las disgregadoras tribus norteñas.
El otro referente es el vecino Pakistán. No se olvide que el modelo de organización social de los talibán está adoptado del de los patanes de la zona montañosa fronteriza con ese país, sobre todo por lo que hace a la exclusión absoluta de las mujeres. La fundación de Pakistán se debió a la preeminencia de los muwahhidun o unitarios islámicos sobre el islamismo liberal y occidentalizado de Sir Sayyid Ahmad Jan. La vía paquistaní encontró en teóricos como Iqbal o el citado Mawdudi las fuentes doctrinales con que justificar, a la vez, el rechazo a la europeización, a las tradiciones paganas propias, a la herencia helénica y a la presencia tanto budista como hindú. Son idénticas obsesiones las que están reproduciendo los talibán, con medidas como la persecución contra los predicadores cristianos, la obligatoriedad para los hindúes de usar distintivos que los identifiquen o la destrucción del patrimonio artístico y monumental de la gran civilización greco-búdica que conoció su esplendor precisamente en lo que hoy es Afganistán.
En el país de los talibán se reedita la búsqueda utópica de la restauración universal de la inicial comunidad mediní -la Umma o el Dar-el-Islam-, orientada por el ejemplo de Mahoma y del Islam puro e incorrupto de los cuatro califas Bien Guiados, los Julafa al-rashidun: Abu Bakr, Omar, Utnan y Alí. Pocas cosas más modernas que ese afán por implantar el monocultivo ideológico y cultural, eso que aquí conocemos como pensamiento único. Es así que el islamismo más fanático intenta imponer en medio mundo lo que Lévi-Strauss advirtió que Occidente ya había impuesto en el otro medio: la radical división entre lo natural y lo sobrenatural, el desprestigio de las mediaciones simbólicas por las que se aceptaba el carácter interlocutor del mundo sensible, la producción de conflictos morales insuperables en los individuos y la más absoluta aversión hacia cualquiera que no pensase en idénticos términos.
(*) Manuel Delgado es profesor de Antropología Religiosa en la Universidad de Barcelona, autor de «Luces iconoclastas».

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