lunes, 4 de julio de 2011

UNA REALIDAD A SU MEDIDA


Por Jorge Bruce
Mientras los conflictos estallan –y otros aguardan el punto de ebullición– en lugares como Puno, Huancavelica o Cajamarca, en Lima el Presidente está inmerso en un frenesí de inauguraciones. Lo que está ocurriendo en el resto del país ya no le concierne.
Su mente está en el 2016. Esa es la visión de estadista que tiene Alan García. Cual Cristo del morro, pasea su mirada en lontananza, ignorando los alaridos de los perros del hortelano, como de los sufridos reporteros que lo interrogaron, por ejemplo, cuando inauguraba la primera etapa del nuevo Ministerio de Educación.
Al ver su actitud imperial y desdeñosa, evoqué a Ludwig II de Baviera, el rey loco que construía castillos deslumbrantes para poder zafarse del tedio de sus obligaciones monárquicas. ¡Qué importa que la corrupción asome por todas partes! ¡Al diablo con esas revelaciones del juicio de los ‘Petroaudios’ que lo implican directamente! A él lo que le preocupa es cocinar el indulto a Fujimori para ganarse el favor de la bancada fujimorista, en caso Gana Perú se tome en serio su rol fiscalizador.
Mientras tanto, inaugura toda suerte de obras con una sola cosa en común: ninguna está apta para dar servicio. Salvo el Cristo de Chorrillos, que servirá de opio, perdón, consuelo a quienes siguen creyendo que el mandatario había “madurado”. Un gobernante maduro prioriza las urgencias de sus gobernados y es capaz de postergar sus imperiosas necesidades narcisistas. Lo que vemos es exactamente lo contrario. Ya se trate de mujeres, aplausos, festines, cócteles, flashes, todo lleva el halo embriagador de ese ego descrito como colosal por un embajador norteamericano. Lo que no debe ser olvidado es que a ese despliegue desmedido de vanidad y arrogancia subyace una estructura de personalidad frágil, inestable, ávida de un reconocimiento que nunca alcanza. Al mismo tiempo, incapaz de tolerar la crítica, de escuchar al otro, de entender al que piensa diferente. ¡Maduros los plátanos!
La política se define por las fuerzas en juego, pero las personalidades de los poderosos desempeñan un papel relevante. Ludwig II tuvo que ser internado en un sanatorio, donde murió misteriosamente ahogado tres días después. Lo curioso es que se colocó en su lugar a su hermano Otto, quien vivía en un manicomio. Como si termináramos gobernados por Antauro o Kenyi.
Es obvio que, más allá de la negación alanista de la realidad, hay un cálculo grotesco de ser recordado por este carnaval maníaco de inauguraciones faraónicas. Poco le importa a Alan Ludwig Ramsés que los hospitales o el tren no estén listos. Como dice la canción: “las obras quedan, las gentes se van”. La vaina es que después regresan.
Por eso nuestra responsabilidad consiste en no olvidar esta combinación letal de frivolidad y corrupción. Cuando digo letal, no es casualidad. Esta realidad que el Presidente se fabrica a su medida, como el monarca de Baviera –Alan ha declarado que el Gran Teatro Nacional del Perú “estará por encima de las óperas de Dresden o Munich”– se yergue sobre una serie de muertes que son el revés obsceno de su delirio de grandeza: la escandalosa inacción estatal en el campo de los conflictos.