domingo, 14 de octubre de 2007

ARRESTO DOMICILIARIO









Teléfono malogrado por Jorge Bruce (*)
El domingo pasado tocaron el timbre de mi casa dos jovencitas con uniforme de Telefónica, para avisarme que si no firmaba un contrato de preselección de operador, no podría efectuar llamadas de larga distancia ni tampoco de fijos a celulares. Espantado ante semejante perspectiva de reminiscencias telúricas, salí a examinar los papeles que me tendían, pasando por alto el hecho de que me interrumpían en un día no laborable. Ahí comprendí que el asunto no era como lo pintaban, urgiéndome a que ¡firme ahora, firme ya!, cosa que no hice. Pero permanecí con la duda obsesiva de si no era mejor acceder, como ocurrió con el 90 % de los 170000 que sucumbieron al "marketing directo" de la citada empresa. El resto de los 800000 abonados hicieron lo mismo que el suscrito: permanecer en el limbo de las telecomunicaciones, es decir en ninguna parte, porque la Iglesia ha borrado ese recinto utópico de nuestro imaginario.
La operación es un juego de teléfono malogrado, promovido por Osiptel para romper el monopolio de un operador, logrando solo incomodar a los usuarios y consolidar el monopolio de marras. Eso pasa cuando las cosas se hacen improvisadamente y sin informar de manera adecuada a los interesados: el que tiene la posición dominante sale ganando y se fortalece el desequilibrio de fuerzas, en perjuicio del consumidor, de más está decirlo. Si asumimos que el dispositivo fue realizado con buenas intenciones, entonces solo quedará evocar ese empedrado que la Iglesia nunca abolirá y que ha dado lugar a mejor literatura que su competencia celestial (el Dante no me dejará mentir).
Algo similar puede ocurrir con el censo que se avecina. Así como esas dos reclutadoras me infligieron una extorsión disfrazada con ropaje legal, la aberrante orden de inamovilidad hasta las seis de la tarde, aunque haya sido censado su hogar, envía una señal de autoritarismo y estupidez -comparable a la disposición de que los dementes callejeros deben acercarse a las comisarías para inscribirse- que solo mediante una forzada pirueta dialéctica podría entenderse como civismo. Por el contrario, induce la percepción de que somos un hato de borregos sin criterio y, como tales, debemos permanecer encerrados en nuestros corrales hasta que el buen pastor del INEI nos dé permiso para salir. El mensaje es contradictorio y esquizofrenógeno.
Esa medida insultante enmarca un abrumador listado de preguntas, cuya complejidad ("¿En qué mes o año nació su último hijo o hija nacido vivo?") requiere un nivel de comprensión de lectura y una preparación incompatibles con el tiempo restante: a una semana, falta el 70 por ciento de los encuestadores. A dos años del último censo, se están gastando 120 millones de soles -que servirían para limpiar escombros en Pisco mientras naufraga el Forsur- para que Alan tenga el suyo, cuyas cifras nacerán bajo el signo de la desconfianza y el escepticismo. Más aun si el señor Quispe, jefe del INEI, no transmite independencia ni claridad en sus entrevistas con los medios. Lo que ninguno de estos organismos parece tomar en cuenta es que toda medida de esta naturaleza, si no cuenta con el compromiso o interés de la población, engendra un vínculo prepotente, paternalista y arbitrario que la descalifica de facto, como de facto se sienten esos empadronamientos compulsivos y sospechosos. La gente firmará los contratos o responderá al cuestionario, pero a sus espaldas cruzará los dedos en señal de contra. Sincretismo posmoderno, podríamos llamarlo.

(*) De su columna del diario Perú21

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