viernes, 11 de mayo de 2007

BALAS MENTALES por JORGE BRUCE



Balas mentales
Digámoslo crudamente: una sociedad que vende armas a un loco ¿no está loca? No interrogarse una vez constatados los efectos devastadores de hacerlo, ¿qué indica acerca de su capacidad de mirarse a sí misma? Con la notable excepción del New York Times, la mayoría de la prensa norteamericana actúa como un reflejo vacío de esa negación tanática, promovida por la poderosa y temida National Rifle Association. La venta libre de armas -aseguran- no tiene nada que ver con la tragedia de Virginia Tech. Esa es la opinión, según un sondeo posterior a la masacre, del 69% de los estadounidenses. Es un síntoma egosintónico, en el cual no hay conciencia de enfermedad. Un diario llegó a escandalizarse de que los profesores no puedan estar armados en clase, a fin de poder intervenir en casos como este.
Por eso, cuando Cho Seung-Hui le dice a la NBC que los medios son responsables de lo que va a ocurrir, hay, como siempre, una parte de verdad en su delirio mortífero. Porque él había pedido ayuda -a su manera trastornada- desde tiempo atrás. De hecho, sus compañeros temían que llegara a ser un school killer, un asesino de escuela. El joven de 23 años estudiaba filología inglesa y sus piezas y poemas, obscenos y violentos, los habían asustado. Decían que parecían salidos de una pesadilla. Cuando los comentaron en clase, escogieron con cuidado sus críticas, "no vaya a ser que se rayara". Su profesora, una poeta reconocida, lo hizo retirar del curso y envió los textos a la directora del departamento de inglés, quien a su vez los suministró a la Policía, la cual respondió que, lamentablemente, nada podía hacer. Johnatan Littell, el último premio Goncourt francés por su best seller Les Bienveillantes, leyó las dos piezas (están en Internet) y comentó que carecía de talento, pero de hecho correspondían a la definición de literatura que nos propone Bataille: aquella de textos a los cuales "el autor se ha visto sensiblemente obligado".
Nunca sabremos si fue una profecía autocumplida: los estudiantes intimidados que censuran sus comentarios, la profesora que lo expulsa, la Policía que investiga crímenes, no literatura; por esas argucias inexorables del destino, acaso terminaron de fabricar al asesino. Littell se pregunta si la historia podría haber cambiado si, en vez de tratarlo como a un loco, se le hubiera leído y escuchado. A lo mejor, piensa, no habría tenido que pasar al acto. Pero el joven no hablaba. Lo que hacía era escribir. Y lo que escribía relataba una rabia incontenible, un terror sin nombre. Hay en esos escritos cierta obsesión con la sodomía, representada por una barra de cereal de plátano introducida a la fuerza en la boca de un padrastro odiado, hasta asfixiarlo, una madre pasiva y violada, terror al incesto, a la vejez, a la obesidad, a la mierda que lo asedia por todas partes.
A la luz de estos testimonios, su mundo interno en perpetuo estado de alerta y con una obsesión persecutoria de amenaza letal, se asemeja menos a Corea del Sur que a su vecino del Norte: un Estado que ve enemigos potenciales por doquiera. Cho Seng-Hui estaba habitado por un narcisismo frágil -a la par que grandioso- y contaminado por la pulsión de muerte, con una psicosexualidad débil y proscrita, incapaz de contrabalancearla: solo tenía el recurso de escribir. Cuando nadie pudo tolerar la violencia de su escritura, entonces recurrió a otras armas, menos simbólicas. Después habló con los medios, pero ya era muy tarde. Era la hora de la omnipotencia y de la muerte. Ahora ha sucedido lo de la Nasa (lo de Irak sigue sucediendo, todos los días). El silencio de la prensa americana sobre la venta de armas, elocuente metáfora de la paranoia imperial, es el eco ominoso de Tánatos, cuyas pulsiones, enseñaba Freud, trabajan en silencio.
No necesitamos decir que los artículos de Jorge Bruce aparecen en su columna del díario Perú21

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