domingo, 6 de mayo de 2007

LA PERVERSION DE LA PALABRA por JORGE BRUCE


Una de las críticas más serias que se le pueden hacer a este Gobierno es, precisamente, su falta de seriedad. No en bloque, claro está. Algunos hacen su trabajo con honestidad y competencia, como la ministra Verónica Zavala. Uno puede sospechar que la reforma del Estado no es fruto de un plan estructurado, con medios, plazos y objetivos claros, pero sin duda ella será capaz de sacar el mejor resultado posible de un encargo sumamente complicado. Aun discrepando con su concepción del Estado (además, hasta ahora no sabemos bien lo que pretende al respecto el Gobierno), es preferible que esté en sus manos esa tarea, puesto que conoce de antiguo el asunto y es idónea para el cargo. Suponemos que no acatará imposiciones presidenciales o partidarias. Hay incluso quienes tienen la valentía de renunciar para no avalar manejos corruptos, denunciándolos a tiempo, como Rosa Mavila, la ex directora del INPE, en dramático contraste con la patética historia de la ministra Mazzetti o la defenestrada Gloria Luna, que habló cuando ya era tarde.
Pero en la mayoría de casos lo que se observa es un comportamiento público obsecuente, en donde el discurso político confirma una vieja regla nacional que no por ello es menos deplorable: la verdad es lo de menos. Esa dieta infame de batracios que se nos sirve a diario, es la anchoveta real de la política peruana. Así, cuando un ministro respetable como Allan Wagner explica sin inmutarse que no se había opuesto a la venta del avión presidencial y que, más bien, la consideraba una sabia decisión del presidente en su política de austeridad, concluimos que el poder no necesariamente vuelve loco, pero con seguridad lo hace a uno menos conviccional o principista. O cuando la ministra Pinilla afirma que los funcionarios apristas son más trabajadores que los otros. Esa generalización es tan absurda y prejuiciosa como la contraria, por supuesto. Nadie es mejor ni peor por ser aprista. El asunto consiste en saber si esa persona podrá hacer bien su trabajo y poner por delante los intereses del Estado antes que los del partido, su jefe o los suyos.
Lo grave es que nos hemos resignado a esta permanente falta de rigor. Es como si en el instante en que una persona accede a un cargo político elevado, abdicara de la obligación de decir lo que piensa. Y todos asumimos que uno de los requerimientos es la hermenéutica, la interpretación de lo que se le ocurra ese día decir al presidente. En ese rubro, Carlos Ferrero será recordado como el más erudito de nuestros exégetas, pues cuando deconstruía las divagaciones de Toledo, llevó ese ejercicio a extremos tan sofisticados como los de Jacques Derrida. Por tradición, los integrantes del partido están eximidos de todo compromiso con la palabra auténtica. No en balde la escopeta de dos cañones es ya un cliché en los medios.
Puede sonar ingenuo reclamar otro comportamiento de quienes han hecho de ese lenguaje cínico una segunda piel (de otorongo). Pero quedarse callado o limitarse a sonreír sarcásticamente sin exigir algo tan básico como el respeto por la verdad, es hacerse cómplice de un pacto implícito entre gobernantes y gobernados, como ya lo tuvimos con Fujimori. El que sea implícito no hace que sujete menos; ocurre lo contrario, en la medida que es "inconsciente" (es decir, algo de lo que uno no se hace responsable). Por todo esto hay que ser particularmente vigilantes con la elección de los cuatro integrantes del Tribunal Constitucional. Ellos son no solo los garantes del cumplimiento de la Carta Magna, son la última barrera de la que disponemos para impedir que se diga o haga cualquier cosa con la ley en esta sociedad desencantada donde la perversión de la palabra ya no asombra a nadie.
Como siempre, la lúcidez de Jorge Bruce en su columna del diario Perú21

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