por César Hildebrandt (*)
En una revista del Colegio de Abogados de Madrid ha aparecido una lista de intervenciones abogadiles y jurisperitas que son para matarse de risa. Son frases escogidas a lo largo del tiempo y, claro, son la excepción y no la regla. Porque, por lo general, tanto en Madrid como en Lima, los abogados son personas inteligentes al servicio de una mentira particular.“¿Estaba usted solo o era el único?”, preguntó un hombre de leyes a un testigo clave.Mejor es esta solicitud de precisión:“¿A qué distancia estaban uno del otro los vehículos en el momento de la colisión?”O esta, abiertamente filosófica:“¿Estaba usted presente cuando le tomaron la foto?”O esta otra: “¿Usted estuvo allí hasta que se marchó, no es cierto?”Y no digamos nada de este diálogo que de tan excepcional ya parece una calumnia:Pregunta: Doctor, ¿verificó si había pulso?Respuesta: No.Pregunta: ¿Verificó la presión sanguínea?Respuesta: No.Pregunta: ¿Verificó si había respiración?Respuesta: No.Pregunta: Entonces, ¿es posible que el paciente estuviera vivo cuando usted comenzó la autopsia?Respuesta: No.Pregunta: ¿Cómo puede usted estar tan seguro, doctor?Respuesta: Porque su cerebro estaba sobre mi mesa, en un tarro.Ese es el lado humorístico del asunto. Lo natural, sin embargo, en el mundo de los argumentadores por recibo, es el lado oscuro de la vida: esa capacidad espantosa de defender con ardor aquello que no se cree, de gastar oratoria teatral atacando el punto de vista que, en el fondo, se sabe verdadero. Porque el día en que la justicia y el derecho se divorciaron tirándose el menaje, ese día nacieron los abogados. La verdad es que mi madre siempre me dijo que yo podría ser un buen abogado. Creo que era porque estaba cautivada por Raymond Burr haciendo de Perry Mason o por Spencer Tracy haciendo de juez de Nuremberg. O, simplemente, porque creía que mi carácter alegoso podía hacerme famoso en el mundo de las batallas legales.Yo sentía horror ante la posibilidad de que me fuera impuesto estudiar Derecho. ¿Perder mi vida, el gusto por las letras, mi pundonorosa capacidad para el ocio mientras me sumergía en códigos que debía de memorizar y revisar cada año a ver cómo y en qué habían cambiado? ¿Gastar la finita memoria no para grabarse a Miguel Hernández sino para estudiar qué rendija del código tributario podía emplearse en liberar a tal zamarro? Y es que sólo en la aséptica ficción de Perry Mason el abogado era un fiel servidor de la decencia. Siempre tuve la certeza de que la raza de los abogados carecía, como mecanismo de defensa surgido de la evolución, de todo instinto ético, de todo amor por la verdad (o como diablos se llame ese misterio que atrae a los otros mortales), de toda devoción no dineraria.Por eso quizá me hice periodista, que es un modo modesto de emplear el lamparín de Diógenes para iluminar el aquí y el ahora.Y a lo largo de estos años, la peor gente que he visto, la calaña de gente que está en el vestíbulo del Dante esperando a cobrarle la minuta, viene del mundo de los abogados. Rapaces disfrazados de juristas, constitucionalistas que adularon al golpista, tribunos que sólo piensan en cobrar, los abogados son los que, a semejanza de ciertas señoras de alquiler, jamás le dicen no a un cliente.Por lo tanto, ya sean O.J. Simpson o los monstruos del grupo Colina, los jerarcas nazis o la banda de Fujimori, todo canalla de este mundo tendrá su acérrimo bufete, su jauría de argumentadores que aullarán incisos, parágrafos, casuísticas, y demostrarán, en el universo pútrido del expediente, que ese crimen no fue crimen sino convergencia de fatalidades, que tal pederasta no lo era sino que había citado una frase de Jesús sobre los niños, que el ladrón no es que robó sino que olvidó devolver y que la hiena que enloda a cuantos puede no es que enloda sino que masajea con barro reparador.Con excepción de unos cuantos –Alberto Borea, quienes defienden inocentes en las ONG, los que honran la memoria de Laura Caller- los abogados que conozco me merecen el más intenso –sí, ya sé: y también el más inútil- de los desprecios. Sin ellos, no seríamos el país de pleitistas enrevesados que nos gusta ser. Sin ellos, dos tercios de la corrupción que nos hunde se desvanecerían de inmediato. Sin ellos, que mezclan Rashomon con butifarra, no habría verdades “subjetivas” por encima de toda norma civilizatoria. Sin ellos, en suma, tendríamos menos leyes y más humanidad.
(*) Del diario "La Primera"
Simpático y certero comentario de César Hildebrandt provocado por el obvio desaliento que le debe haber provocado la entrevista del día domingo -por más de media hora- en el programa "El perro del hortelano" con el Dr. Nakasaki (ahora conocido como "Verdad Subjetiva") y cuyo estilo tinterillesco resultó agotador.
Dialogo tan inútil como un cenicero en una moto y tan ocioso como el fotografo de la biblia, teniendo en cuenta que el abogado del diablo estaba cuidando su sushi con frejoles. Horrible oye.
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