sábado, 21 de marzo de 2009

EXTRAVIADA MEMORIA




Memoria y olvidos
por: Guillermo Giacosa

Estoy en esa edad en la que aquellos muchachos o chicas de veinte años, que supongo hijos de mis amigos, son en realidad sus nietos. Lo mismo me pasa con los jugadores de fútbol, cuando supongo que fulano es hijo de otro fulano del mismo nombre. Resulta que es sobrino nieto o nieto de la estrella evocada. No es malo, ni me produce angustia, solo me señala, con macabro y oscuro humor, el paso del tiempo. Estoy en esa edad en la que abrir la refrigeradora me produce la misma sensación de asombro que asistir imprevistamente a una aurora boreal o al despertar de un volcán. Ignoro que ha habido antes o que viene después y solo me alimento del asombro de no saber lo qué está ocurriendo. Es decir, no saber para qué he abierto la refrigeradora. Quedo un instante cautivado por su luz interior, trato de comprender el motivo de mi acción y vuelvo a cerrarla. Silencio, desconcierto, sonrisa resignada y a otro olvido. ¿Importan realmente esos olvidos cuando hay tantos recuerdos vivos como brasas en nuestro interior? Si quieres comer el pan con mantequilla y lo que olvidaste es que habías ido a la refrigeradora a buscarla, importa poco, aunque sí importe. Cuando ves el pan, el café humeando y el cuchillo esperando, recuerdas, regresas y te olvidas del olvido. Olvidar la mantequilla que se derrite con tanta facilidad como tu memoria inmediata y recordar, como si hubiese ocurrido entre la ida y regreso de la refrigeradora, las exactas palabras con que tu madre te consolaba aquella mañana en la que sólo querías llorar porque el mundo no era como tú creías que debía ser, es decir a tu medida, a tu exacta medida, o esa tarde en que fuiste consciente de que la felicidad consistía en jugar trompos bajo la glicina del patio del Gordo mientras su madre preparaba el café con leche, o aquella otra tarde en la que bajo un diluvio ganamos el partido de fútbol más importante de nuestra vida, o el primer beso bajo los árboles de la calle España, o el ahogo incontrolable cuando veías el ataúd de Rafaelito ingresando al nicho donde lo abandonábamos para no perturbar el trabajo de las alimañas, o aquella primera mañana en Senegal sintiendo que entre vos y tu tribu ahora se interponía un océano, o aquel amanecer parisino donde el aguacero era para todos menos para ti y Catherine, que solo veían el sol, o aquel ladroncito que te timó para que te quedaras en Lima o...¿Con semejante archivo bullendo en tu cerebro es posible disponer de los pocos minutos que te quedan para alterarte por el enigma de una refrigeradora abierta al desconcierto? No vale la pena. Los recuerdos archivados los hemos pagado o cobrado con dolor, gozo y deslumbramiento. Están donde están para quedarse. Ocurrieron para quedarse. Por eso es que, llegada la hora inevitable de no saber dónde dejamos los anteojos, o por qué abrimos la refrigeradora o si apagamos la cocina antes de salir, debemos burlarnos estoicamente de la burla que nos juega la vida y olvidar los olvidos con el mismo olvido con el que ellos se burlan de nosotros.

Alberto Cortez canta que la vejez es la mas dura de las dictaduras, aquella ceremonia de clausura de lo que fue la juventud alguna vez.
Guille ya esta tío pero sigue siendo un tipo apreciable.
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