jueves, 1 de noviembre de 2007

CARETAS DE COLECCION





Caretas en su número 2000 por Cesar Hildebrandt (*)
Yo estudié politología en Caretas, una universidad que uno se llevaba a casa bajo el sobaco. De niño lector, de niño lector casi catatónico, yo leía Caretas y aprendía más del Perú en sus páginas que en cualquiera otra parte.Sin embargo, lo que más me gustaba de Caretas eran las fotos. Cuando Caretas se ensañaba con alguien, le tomaba fotos. Y así uno descubría lo espantoso que era Beltrán cuando susurraba, lo porcino que era Julio de la Piedra cuando conspiraba, lo roedor que podía ser Eudocio Ravines comiendo cebiche, con la boca demasiado abierta, en el “Crillón”. La gran estrella del sadismo gráfico de Caretas fue, siempre, Haya de la Torre. Es cierto que a Manuel Prado lo disecaron vestido de ególatra huachafo en aquella portada de “Vuelve el circo”. Y es también cierto que Luis Alberto Sánchez rodeado de búfalos en San Marcos no parecía, bajo el lente de Caretas, el académico de “Retrato de un país adolescente” sino el jefe palermitano de una mafia que mataba a domicilio. Y es cierto también que a Chupito Ortiz de Zevallos lo tuvieron seco tomándole fotos que lo retrataban en su plan de anfitrión del pardismo (o sea el pradismo de aquel entonces, el aprismo de hoy). Pero la estrella fue Haya de la Torre.Ningún editorial de El Comercio, ningún odio impreso del conservadurismo, hizo tanto como Caretas para demoler al Apra y a Haya de la Torre. Humberto Romaní y Víctor Manrique no han sido tratados con la justicia que se merecían: ellos fueron los fotógrafos que Doris Gibson y Francisco Igartua enviaban para que días más tarde, con la revista en la mano y sin necesidad de palabras, los niños lectores de Caretas aprendiéramos qué cosa era el Apra.¿Era el Apra ese desfile de forzudos que saludaban como fascistas, con el torso desnudo, mirando el estrado del 22 de febrero? Sí, eso era también el Apra. Y ese señor que parecía un trapecista, un Charles Atlas a demasiada dieta, un saltimbanqui, ¿era Carlos Enrique Melgar? Sí, era. ¿Y esos corsos proféticamente metrosexuales, eran el Apra? Sí, cómo no. ¿Y esa pose de Marcha sobre Roma era prestada o auténtica? Ambas respuestas eran válidas. Y esos tipos con caras de presidiarios que cargaban al jefe Haya y se lo llevaban del aeropuerto unas cuantas leguas adentro, ¿eran parte del Apra? Claro que sí. Hubo mucho de rebelde y clasemediero, de reformista y hasta de revolucionario en el mensaje siempre belaundistón de la revista. Caretas fue la primera publicación peruana que hizo de la fotografía algo independiente y protagónico. Muchas veces sus textos parecían acompañar tímidamente a esas diatribas visuales, a esas biografías crueles que Manrique y Romaní –y seguramente otros que no nombro por simple ignorancia– abreviaban en el espacio de veinte centímetros cuadrados. Si la imagen tiene un imperio indiscutible, pues Caretas reinó –y ha reinado– tantos años que ya parece una casa real. Había algo de carlista paradójico en Igartua y mucho de inglesita heroica de alguna posguerra imaginaria en Doris Gibson. Y Zileri, ¿no tendrá un poco de Saboya?Dos mil números. Una larga vida. Una revista histórica gracias a Doris, a Paco y a Enrique, sobre todo a Enrique, alguien a quien habría que condecorar sólo por el hecho de haber durado tanto en un país en el que lo único que parece durar es la brevedad de los esfuerzos. Caretas es nuestro Paris Match, nuestro Stern y nuestro Life y ha conservado los bríos y la agudeza por la capitanía de Zileri y los amaneceres de la tropa. Pienso en el comienzo de los 50. Caretas salía a la calle y estaba en el poder un gobierno de derechas que disfrutaba de la bonanza del alza de los minerales por la guerra de Corea y la reconstrucción de parte de la economía mundial. Parece que fue ayer. Casi parece hoy.


(*) Aparecido hoy en su columna del diario La Primera

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