lunes, 11 de febrero de 2008

EN LA MURALLA VERDE








La tempestad iba por dentro por Beto Ortiz (*)
«Abrazar el safari como forma de vida. Explorar lo desconocido y también lo familiar, lo próximo y lo remoto. Grabarse al detalle -y con ojos de niño- toda belleza, (la de la carne o cualquier otra), todo horror, toda ironía, todo rastro de infierno o de utopía.»
Dan Eldon, fotógrafo de Reuters que murió en 1993, a los 22 años, apedreado por una turba cuando cubría una rebelión en Somalia.
UNO Venciendo mis justificados miedos y desoyendo la insistencia consejera del amigo, he regresado una vez más a esta despiadada selva que debiera aborrecer por toda la eternidad y, sin embargo, adoro todavía. Ignoro infinitamente las razones. Quizás sea que el violento lila de sus amaneceres y la delicada esbeltez de sus cuerpos me pretexten hacia la alegría. Quizás sea que aquí todo está vivo: todo palpita, transpira o gime. Todo florece, canta o se pudre. O quizás sea que aquí todo está signado por una clara intensidad. O para decirlo menos lindamente: quizás sea que aquí hasta el aire arrecha. Los muchachos de la tarde, las muchachas de las riberas huelen distinto a los de la ciudad, huelen como a guayaba fermentada, como a no sé qué ciruelas ácidas del monte y, en el momento menos pensado, en cualquier lugar, se percibe en el aire la nítida urgencia de ese majestuoso llamado del reino animal. Del mismo modo en que los grandes felinos detectan a kilómetros el perfume de su celo o el humor inconfundible que delata nuestro miedo, esas leves emanaciones catapultan los deseos, los desbocan, los desorbitan. Es por eso que, entre el acero líquido de los ríos y las carnosas heliconias, el amor se vuelve siempre una fiesta de fruta.
DOS Amo las tormentas. Y más exactamente, amo las tormentas nocturnas. Y más exactamente, amo las tormentas nocturnas sobre la cubierta de un viejo barco cauchero. Y más exactamente, amo las tormentas nocturnas sobre la cubierta de un viejo barco cauchero que atraviesa las selvas del portentoso Amazonas. En veinte años noticieros he surcado cientos de veces esta misma agua a la caza de aviones siniestrados, lavaderos de oro con niños esclavos, pueblos sin ley gobernados por narcos o enmascarados ejércitos de terroristas malnutridos pero siempre viajé encaramado en enclenques peque-peques o lanchitas cochambrosas acordes con siempre roñosos presupuestos. Otra historia es adentrarse en estos bosques montado en un navío gigante y sobrecogedor. Pocas emociones pueden comparársele. Ahora entiendo por qué ese salvaje desmesurado al que llamaban Fitzcarraldo, el loco del caucho, se había obsesionado absurdamente con traer a Caruso para que, a la sombra de las altísimas ceibas, reemplazara a la novena sinfonía de los paiches mientras -cual esclavos egipcios edificando las pirámides- cientos de indígenas morían de extenuación o de malaria, intentando en vano terminar de construir su embarcación enloquecida.
Más que bravatas o alardes de matona omnipotencia, yo siempre he creído que las tempestades no son otra cosa que la culminación de un probable y esporádico onanismo del Creador. Tiene que ser eso lo que ocurre cuando el firmamento todo se estremece y se viene abajo de tan repentina manera: es Papalindo, el grandísimo, que, por obra y gracia de su mano poderosa y de la lujuria infinita de su eterna soltería, no se contiene más y se nos precipita, se nos viene encima el muy bendito. Una vez y otra vez y otra vez más y -¡rayos y truenos!- zamaquea la jungla completa como un primate enloquecido cual si de su divino lecho se tratase y espanta de las copas de los árboles a garzas, guacamayos y pihuichos y encabrita a los ronsocos y empincha a los achunis y desbarajusta a los sábalos y exaspera a las gamitanas y deslecha a las sachavacas y erecta al unísono a los suris del quinto regimiento de gusanería del aguajal y erotiza a las doncellas que no son mujeres sino peces de pulpa aterciopelada y embellece a las horrendas carachamas y le eriza el penacho verde a las iguanas y pone a pandillar en fila india a los saltamontes y hace cambiar de color la piel tornasolada del acarawazú y desahueva a los motelos y saca a los pelejos de su típico aplatanamiento y pone eléctricas a las anguilas y transtorna a los tucunarés que, de pronto, ya no es que nadan sino que vuelan por los aires sin ton ni son como si en lugar de peces fueran pájaros plateados y pone a aullar como lobos a los cotomonos y enardece a la izula, el izango y la mantablanca que, cuando escampe, se cernirán como un escuadrón enemigo sobre nuestra pobre sangre paliducha y nos pondrán a todos a hablar en lenguas como un misionero poseso y a blasfemar en huitoto y en jíbaro, en asháninka y en yagua, en conibo y en bora. Es así como ese formidable calato salvaje al que apodamos Dios -blandiendo su líquida cerbatana-nos acribilla a todos sin contemplaciones, con la hermosa ráfaga de su agua maldita, con su alharaquiento láser de científico demente: esa es la solución al secreto mejor guardado de la espesura: las tormentas selváticas son los orgasmos solitarios del Señor.
TRES Un perro inmenso sale intempestivamente desde el medio de la nada como el león aquel que se come al venado que Will Smith está a punto de cazar en el Times Square del futuro en la trepidante escena inicial de esa película pelotuda que están dando. Un perro intempestivo. Un perro negro como el del poema de Toño. Un perro negro sobre un prado verde es cosa de maravilla y de rencor. Abriéndonos campo entre las aguas que danzan y enloquecen a nuestro paso, encapsulados dentro de la camioneta que surca la flamante vía Iquitos-Nauta a ciento cincuenta o a más como si no estuviera lloviendo como llueve. Apocalípticamente. Alharacosamente como sólo sabe llover en mi selva. Nunca hay que correr así como loquitos cuando llueve pero no importa porque nosotros igual siempre corremos. Tampoco hay que volver nunca así como loquitos pero no importa porque nosotros igual siempre volvemos. Y de repente, un perro que brota de la espesura como si se alucinara Bagheera, la pantera negra y nosotros que allá vamos, como siempre, derechitos al encuentro de la muerte. De la suya, por ahora. Porque esta vez el que va a morir salvajemente (como es normal morir en la jungla) es él, estrellándose contra nosotros como un proyectil enemigo, desintegrándose, constelándose en miríadas de rojos asteroides que ahora se precipitan sobre nosotros como nubes de diminutos dardos envenenados. Pero hoy hemos navegado a través de las praderas de guama florecidas de violeta y acariciado en cámara lenta el cuerpecito adormecido del pelejo. Hemos avistado a babor la anhelada aleta del delfín rosado, inequívoco presagio de serenidad y hemos jurado que nuestro shipibo corazón -que aúlla en secreto de contento- no se ensombrecerá ya más por nada de este mundo, ni siquiera a causa del dolor perdido.


(*) Aparecido en su columna del diario Perú21

No hay comentarios: