Amigos por César Hildebrandt (*)
Mario Vargas Llosa y Alan García se han amistado.Es un gesto de heroico civismo si se recuerda que Vargas Llosa ha llamado a Alan García mentiroso sin escrúpulos, fofo patético, comandante de la corrupción y demagogo de jornada completa.Pero el perdón es, precisamente, una variante del olvido. Y el olvido, como debemos recordar, no siempre es una gracia. Era, por ejemplo, lo primero que bebían las sombras de los muertos al llegar al Leteo, el río del Infierno, la fuente de todos los olvidos. Ahora bien, si Vargas Llosa ha olvidado todo lo que ha escrito y dicho sobre Alan García, ¿puede haber sucedido lo mismo con Alan García?Nos parece muy difícil. García es un hombre que guarda el recuerdo de quién lo miró mal en el Eguren (el colegio estatal donde hablaba hasta por los codos), de qué mujer le dijo que no en la Católica (fue más de una) y, por supuesto, de qué periodista puso al descubierto la existencia de su primoroso último hijo (o sea, modestamente, este escribidor). Para esta materia no hay nada mejor que una vieja frase anónima española: “Hay alguien que no olvida: el olvidado”.Así que recordándolo todo, García se toma la foto con Vargas Llosa, hace que Vargas Llosa hable muy bien de su gobierno y obliga a los lectores de “El pez en el agua”, la autobiografía precoz de Vargas Llosa, a tirar a la basura la mitad de sus páginas.Y como pregunta un perdedor casi crónico del cruel mundo en que vivimos: ¿Quién gana, quién pierde?Gana García, claro, y por goleada. Y pierde Vargas Llosa, que demuestra que puede escribir cosas terribles y atrabiliarias de las que se arrepentirá palaciegamente y que va a saludar en son de compañero a un presidente que llegó al poder, por segunda vez, haciendo clamorosamente lo que Vargas Llosa siempre ha denunciado como el peor defecto del liderazgo tercermundista: mintiendo.Con lo que el afamado escritor también demuestra que para él mentir sí vale la pena si lo que está en juego es el reinado del billetón, la dictadura de “Eshia”, el califato de Credicorp y la inviolabilidad tributaria que Fujimori (un ciudadano japonés) otorgó a ciertas enormes empresas.Vargas Llosa, entonces, sí está dispuesto a avalar, con su presencia más que cordial, la impostura de quien prometió cambiar algunas cosas de las tantas que impuso el fujimorismo. Lo que parece ignorar el célebre novelista es que con su visita a García y su rendición política ante el hombre que hasta hace año y medio despreciaba, lo que está haciendo, en realidad, es avalar al hombre que más odia (quizás también provisionalmente) en este mundo: Alberto Fujimori.Fujimori llegó al poder con el mismo estilo que García usó en el 2006: prometiendo lo que traicionaría, jurando que iba a hacer lo que tendría que olvidar. Fujimori tiene cadáveres en el closet. Pero García también –¿o es que Vargas Llosa los ha olvidado?–. Fujimori impuso el modelo económico y social que, con algunos arreglos cosméticos, sigue plenamente vigente.¿Por qué no pensar, entonces, en el futurible abrazo histórico entre Vargas Llosa y Fujimori? ¿Se tomarían un champancito?Difícil saberlo. Lo que está claro es que el espaldarazo de Mario Vargas Llosa al gobierno de Alan García es uno de los mayores logros simbólicos del gobierno aprista y una confirmación de que la biografía intelectual del escritor está hecha como los niños arman los legos: comunista de muchacho para contrariar al padre, fidelista en los 60 por generosidad y romanticismo, velasquista comprensivo a comienzos de los 70 (allí están sus declaraciones impresas), ex velasquista a rabiar a raíz de la expropiación de la gran prensa, belaundista en los 80, liberal urbi et orbi en los 90, ultra liberal a fines del milenio, conservador español, en los últimos años, y defensor postrero de la guerra en Irak, en los últimos meses. Una vida fascinante. Un aterrizaje perfecto.
(*) Aparecido en su columna del diario La Primera
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