La América de Pavlov
Ralph Nader
El nuevo programa de la CBS, presentado por el zoólogo Jarod Miller, se llama “El mejor perro de América.” Según el Washington Post, en él doce “equipos de hombres y perros compiten por un primer premio de 250.000 dólares. Los equipos recibirán un intenso entrenamiento en correr, saltar, traer cosas y parecer adorables.” El productor ejecutivo R.J. Cutler exige que todos los equipos vivan durante la semana de competición en una “academia canina” en la cual se observará minuciosamente cómo se comportan e interactúan entre ellos. Entre los concursantes está Andrew, un maltés de cinco años, cuya dueña, Laurie, cuida perros en Stattford, Virginia. También Beacon, un schnauzer enano de un año, y su dueña es diseñadora de moda en Los Angeles. Beacon tendrá que arreglárselas con Kenji, que también tiene un año, pero que es un schnauzer gigante, cuya propietaria, Elan, se describe a sí misma como aspirante a tener su propio salón de belleza para perros en Portland, Oregon. Otros perros incluyen un bulldog, un border collie, un bóxer y un boston terrier llamado Ezzie cuyo propietario, Michael, aspira a convertirse en un comediante en Los Angeles.
“Aunque los perros son hermosos, no se trata de un concurso de belleza”, advierte Cutler, añadiendo que “la relación entre el dueño y su perro es la parte central del programa.” Quienes tengan otras mascotas, especialmente gatos, o no tengan mascotas en absoluto, puede que se burlen de estos detalles y de la presunta inteligencia de los canes. Pero detrás del concurso están los valores con los que juzgar a los perros, que van más allá de su habilidad coger el plato y obedecer órdenes. El Post escribe que “cada episodio pone a prueba una cualidad específica, como la lealtad, el coraje o la inteligencia, y está elaborado para mostrar cómo cooperan animales y humanos.” O sea, que ahora resulta que si las cadenas de televisión crean reality shows es para mostrarnos el coraje y la inteligencia de los hombres trabajando juntos para mejorar nuestra sociedad en todos sus aspectos. ¿Por qué no un concurso sobre “el mejor trabajador para la comunidad” o “el mejor consumidor” (que incluiría un astuto mensaje anticonsumista) o “el mejor contribuyente”, en el que se pediría recibir unos mejores servicios estatales, o “el mejor votante”? ¿Y qué me decís de un “El o la mejor madre, padre, suegra y suegro, abuela y abuelo”, “el mejor narrador, autoestopista, niñera, jardinero, monitor infantil, vecino conciliador, vecino desmitificador, quejica, luchador contra las injusticias” o, simplemente, “mejor vecino”?
“Bah”, dicen los promotores de estos reality shows. Estos “mejores...” no son lo suficientemente buenos en la escala de sensualidad. Los reality tienen que suscitar avaricia, peligro, ego, aventuras, sexo, manipulación, narcicismo y ensimismamiento. ¡Bajas pasiones! Quizá algunos todavía recuerden que Hollywood tenia una fórmula para sus películas más populares: famosos, romances de los ricos y los poderosos, fantasía y misterio, pero, por encima de todo, no mostrar cómo vive los ciudadanos de a pie en Dullsville. Pero después de la Segunda Guerra Mundial empezaron a aparecer otro tipo de películas en nuestras pantallas. De la Italia en ruinas por la guerra llegó El ladrón de bicicletas y Arroz Amargo, películas sobre gente común desempeñando y luchando por los trabajos que les procuraban sus medios de vida. Ipso facto se ensancharon las pantallas de nuestros cines para dar cabida a esta nuevas historias, y surgió todo un nuevo panorama en el cine.
Lo que quería llamar la atención de estos reality shows es que ayudan a reconocer o reforzar valores en una sociedad cambiante, de rápidas transformaciones, y que desdibujan, menosprecian y se desentienden de los valores que conforman nuestros vínculos sociales y dan significado a las vidas, que abarcan a varias generaciones, de las personas que viven en pequeñas comunidades o barrios. Claro, hacer un programa así requeriría una gran imaginación por parte de sus creadores. Los prejuicios que muestran no proporcionan siquiera el beneficio de la duda. Los universos cotidianos llegarían a audiencias acostumbradas a ser tratadas como los sujetos del experimento pavloviano-que eran, por si alguien lo había olvidado, perros.
Ralph Nader
El nuevo programa de la CBS, presentado por el zoólogo Jarod Miller, se llama “El mejor perro de América.” Según el Washington Post, en él doce “equipos de hombres y perros compiten por un primer premio de 250.000 dólares. Los equipos recibirán un intenso entrenamiento en correr, saltar, traer cosas y parecer adorables.” El productor ejecutivo R.J. Cutler exige que todos los equipos vivan durante la semana de competición en una “academia canina” en la cual se observará minuciosamente cómo se comportan e interactúan entre ellos. Entre los concursantes está Andrew, un maltés de cinco años, cuya dueña, Laurie, cuida perros en Stattford, Virginia. También Beacon, un schnauzer enano de un año, y su dueña es diseñadora de moda en Los Angeles. Beacon tendrá que arreglárselas con Kenji, que también tiene un año, pero que es un schnauzer gigante, cuya propietaria, Elan, se describe a sí misma como aspirante a tener su propio salón de belleza para perros en Portland, Oregon. Otros perros incluyen un bulldog, un border collie, un bóxer y un boston terrier llamado Ezzie cuyo propietario, Michael, aspira a convertirse en un comediante en Los Angeles.
“Aunque los perros son hermosos, no se trata de un concurso de belleza”, advierte Cutler, añadiendo que “la relación entre el dueño y su perro es la parte central del programa.” Quienes tengan otras mascotas, especialmente gatos, o no tengan mascotas en absoluto, puede que se burlen de estos detalles y de la presunta inteligencia de los canes. Pero detrás del concurso están los valores con los que juzgar a los perros, que van más allá de su habilidad coger el plato y obedecer órdenes. El Post escribe que “cada episodio pone a prueba una cualidad específica, como la lealtad, el coraje o la inteligencia, y está elaborado para mostrar cómo cooperan animales y humanos.” O sea, que ahora resulta que si las cadenas de televisión crean reality shows es para mostrarnos el coraje y la inteligencia de los hombres trabajando juntos para mejorar nuestra sociedad en todos sus aspectos. ¿Por qué no un concurso sobre “el mejor trabajador para la comunidad” o “el mejor consumidor” (que incluiría un astuto mensaje anticonsumista) o “el mejor contribuyente”, en el que se pediría recibir unos mejores servicios estatales, o “el mejor votante”? ¿Y qué me decís de un “El o la mejor madre, padre, suegra y suegro, abuela y abuelo”, “el mejor narrador, autoestopista, niñera, jardinero, monitor infantil, vecino conciliador, vecino desmitificador, quejica, luchador contra las injusticias” o, simplemente, “mejor vecino”?
“Bah”, dicen los promotores de estos reality shows. Estos “mejores...” no son lo suficientemente buenos en la escala de sensualidad. Los reality tienen que suscitar avaricia, peligro, ego, aventuras, sexo, manipulación, narcicismo y ensimismamiento. ¡Bajas pasiones! Quizá algunos todavía recuerden que Hollywood tenia una fórmula para sus películas más populares: famosos, romances de los ricos y los poderosos, fantasía y misterio, pero, por encima de todo, no mostrar cómo vive los ciudadanos de a pie en Dullsville. Pero después de la Segunda Guerra Mundial empezaron a aparecer otro tipo de películas en nuestras pantallas. De la Italia en ruinas por la guerra llegó El ladrón de bicicletas y Arroz Amargo, películas sobre gente común desempeñando y luchando por los trabajos que les procuraban sus medios de vida. Ipso facto se ensancharon las pantallas de nuestros cines para dar cabida a esta nuevas historias, y surgió todo un nuevo panorama en el cine.
Lo que quería llamar la atención de estos reality shows es que ayudan a reconocer o reforzar valores en una sociedad cambiante, de rápidas transformaciones, y que desdibujan, menosprecian y se desentienden de los valores que conforman nuestros vínculos sociales y dan significado a las vidas, que abarcan a varias generaciones, de las personas que viven en pequeñas comunidades o barrios. Claro, hacer un programa así requeriría una gran imaginación por parte de sus creadores. Los prejuicios que muestran no proporcionan siquiera el beneficio de la duda. Los universos cotidianos llegarían a audiencias acostumbradas a ser tratadas como los sujetos del experimento pavloviano-que eran, por si alguien lo había olvidado, perros.
Nada tan cercano a la realidad americana como la precisa descripción de Ralh Nader en este artículo que nos habla del condicionamiento clásico al que está sometida la población mediante la manipualción de los medios televisivos. En USA, realmente las cosas tienen un fondo preocupante.
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