jueves, 27 de diciembre de 2007

GUILLE POR DOS (OXIGENANDONOS)








La aventura de las palabras por Guillermo Giacosa (*)
La expresión "izquierda caviar" no es ciertamente un invento fujimorista. Se trata de un neologismo político que viene de los años 80 en Francia (gauche caviar) y que fue utilizado por los detractores de Francois Mitterrand como una fórmula de desprestigio hacia el difunto presidente y sus seguidores.
No me internaré, pues estamos de fiesta, en el análisis político, sino en el origen de la palabra caviar: muchos piensan que es francesa, otros más avisados le atribuyen origen ruso. Equivocación total. La palabra caviar es de origen turco. De esta lengua pasó al italiano como 'caviale' y luego a Francia como 'cavial', primero, para después transformarse en 'caviat' y, finalmente, terminar como la conocemos hoy.
En los siglos XVI y XVII (tiempos del Imperio Otomano) no solo se incorporaron vocablos como 'bergamote' (al francés) sino también referencias turcas a las culturas europeas, como el movimiento 'a la Turca' de una sonata de Mozart, o las referencias al 'Grand Mamamouchi' (paladín) en El burgués gentilhombre, de Molière.
Es tan grande el poder de la palabra que puede, incluso, transformar un color en otro. Veamos, si no, la evolución del término escarlata. Para la Real Academia Española (RAE): "Color carmesí fino, menos subido que el de la grana". Lo de "fino" no suena muy convincente pues puede interpretarse de diferentes modos. Pero la historia es más interesante: el vocablo escarlata viene de una voz árabe-persa, 'saquirlat', y se refería en Oriente a una tela azul. Los franceses lo adoptaron como 'escarlate' y servía para denominar la calidad de un tejido cuyo color podía variar.
Recién en el siglo XII, cuando se generalizó el uso de la cochinilla como tintura, la palabra pasó a nombrar el rojo y abandonó tanto el azul original como la variedad referida al tipo de tela. El uso de la palabra carmesí por parte de la RAE tiene un origen más complejo también ligado a la cochinilla. Ese color en árabe-persa se denomina 'kirmit' y viene del nombre 'kermes' (cochinilla). Los franceses transformaron 'kirmit' en 'cramoisi' y el castellano en carmesí. Palabra que, como tantas otras, no es demasiado utilizada y, en mi caso, eventualmente, para denominar un tipo de rojo oscuro que ignoro si es el que corresponde a la definición académica.
Recordando que el Irán actual es la antigua Persia (¿lo sabrá Bush?), resulta interesante señalar que no solo las palabras aisladas son el único lugar de encuentro entre el árabe y el persa. Los maravillosos cuentos de Las mil y una noches, atribuidos a los árabes pues estos los enriquecieron grandemente, son producto de una tradición oral centenaria relatada en lengua indo-iraní. El nombre de estos cuentos en árabe es muy bello: 'Alf Layla wa Layla'. Los franceses, por su parte, los publicaron en el siglo XVIII bajo el nombre de Los mil y un días.
Muchas palabras persas llegaron a algunas lenguas europeas a través del árabe como, por ejemplo: casaca, chal, percal, jazmín, nenúfar, pistacho, espinaca, azafrán, berenjena, chacal, etc.
Como apreciará, la globalización no es ninguna novedad.
(*) Aparecido en su columna del diario Perú21


¡Neuronas: A trabajar! por Guillermo Giacosa (*)
¡Qué paz no escribir sobre la actualidad! Nos la merecemos usted y yo luego de un año relatando horrores, tratando de combatir, en franca inferioridad de condiciones, las frecuentes campañas de intoxicación con las que la prensa suele castigarnos. Disfruté mucho investigando el origen americano de algunas palabras francesas y, a su vez, el origen aborigen de muchas palabras del castellano. Hoy seguiré, pues creo que, para la suerte de parálisis intelectual que se apodera de la ciudadanía en estos días de fiesta, puede constituir un pequeño estímulo que invite a no dejar adormecer demasiado las neuronas. Es sabido, aunque no por todos, que mejor están cuanto más trabajan. La idea de que uno quema pestañas o quema neuronas estudiando es un espléndido disparate. Las neuronas se queman o, mejor dicho, se adormecen, cuando no les damos trabajo. La gran mayoría de los neurocientíficos afirma que un uso constante y exigente de las mismas aumenta la longevidad y, por sobre todo, evita que usted, al envejecer, se convierta en un ser inútil que vive al margen del mundo que lo rodea. Una cosa es ser un viejo y muy otra ser un viejo idiota. El primero aporta sabiduría y conocimiento (que no son la misma cosa), el segundo solo es una carga familiar. Si alguien que se acaba de jubilar les dice que está muy viejo para estudiar o para emprender alguna nueva tarea, deben responderle, con absoluta convicción: precisamente porque estás viejo tienes que estudiar o aventurarte en algo nuevo. No es infrecuente que muchas personas fallezcan poco tiempo después de jubilarse, y una de las razones de ello es el estado de letargo mental en que suelen sumergirse, creyendo haber cumplido con la etapa activa de su vida. No hay etapa que no sea activa, si uno así lo dispone y aun cuando físicamente sea tan dramática y desafiante como la de un tetrapléjico.
Mientras seamos capaces de interesarnos y comprometernos con el mundo que nos rodea, mientras sintamos que nuestros conocimientos son apenas el inicio de conocimientos infinitamente mayores, mientras seamos capaces de apreciar la belleza y de sentir que nuestra vida y la vida de quienes nos rodean es nuestra responsabilidad, seguiremos adelante con una plenitud distinta a la de los más jóvenes, pero con un potencial de belleza cuya sola intuición es un fantástico estímulo para seguir escrutando este mundo de misterios que se multiplican en la medida en que vamos develándolos.
El proceso de crecimiento no tiene por qué detenerse con los años, ni mucho menos con la jubilación. Solo la muerte (y, en este punto, cada uno podrá tener la idea que quiera) puede ponerle fin. Que sea un punto de partida para una nueva vida o un regreso a la nada no debe impedir que sigamos hasta el fin tan alertas como nuestro cerebro nos lo permita. Y él nos lo permitirá si lo alimentamos adecuadamente, y no solo con los alimentos terrestres sino, básicamente, con aquellos que ha producido y sigue produciendo, caudalosamente, la mente humana.
(*) Aparecido en su columna del diario Perú21

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