Por eso y muchas cosas más por Beto Ortiz (*)
Yo tenía siete años en 1975 cuando se murió la mamama, de cuya cara apenas si me acuerdo. La mamama, me explico, era mi abuelita Zelmira, que se murió en la navidad y, a partir de entonces, nos cagó la fiesta para siempre. Desde ese año, mi querido viejo, puntualmente, se ponía más 'thriller' que nunca para pascuas: conforme avanzaba el adviento se endemoniaba más y más, y ni bien comenzaba diciembre se aseguraba -con su mortífera cólera y sus bramidos enloquecidos- de que en casa pasáramos una buena temporada en el infierno. Pero no es solo honrando mis benditos traumas infantiles que escribo este artículo. Lo escribo porque estoy convencido de que somos miles los que pensamos lo mismo aunque ninguno se anime a decirlo así, delante de la gente. Levanta, pues, la mano como voluntario para dejarlo muy en claro y por escrito: damas y caballeros, la navidad... la navidad es una mierda.
Aborrezco la navidad porque en navidad todo en el Perú nos da más pena que de costumbre. Porque llega trayendo sus tradicionales, pavorosas explosiones en depósitos clandestinos de artefactos pirotécnicos con saldo de decenas de muertos despedazados. Porque no estoy muy seguro de que sea tan conmovedoramente cristiano el regalarle a la empleada de la casa, al jardinero y al lavacarros su rico panetonzazo Metro mientras nosotros, por nuestra parte, encerdecemos de damascos rellenos, manás y albaricocadas de Giselle, galletas Leb Kuchen y la Schwartzwald Torte de La Mora, casitas de jengibre con trufas de marrasquino y pecanitas caramelizadas de La Bodega de la Trattoria, terrine de tres colores, paté de chocolate, Bailey's Crunch y nougat glacé de Grimi del Solar sin olvidar, por supuesto, el Croquembouche, la Bouge de Noel y la carlota de peras de Claribel Berckemeyer hasta que, cuando ya no haya por dónde, toda aquella mierda junta se nos salga a borbotones por las orejas. Porque es la época en que el pabellón de quemados del Hospital del Niño se rebalsa de nenes achicharrados para los que luego habrá que recaudar fondos a fin de hacerles dolorosos trasplantes de piel con pellejo de chancho. Porque es la época en que la ya grotesca desigualdad del Perú se vuelve obscena y en las calles hay más niños escuálidos que nunca, más pordioseros, más ancianos famélicos, más locos calatos, más cojos acróbatas y, sobre todo, más y más ladrones, muchísimos más desesperados dispuestos a cortarte la yugular con tal de comprarle a su viejita un ofertón de Todinno, Todinnito y plastilitro de regalo.
Detesto la navidad porque -como muy bien profetizara Valdelomar- el país es el Jirón de la Unión y de todos lados brotan muchedumbres, hordas, turbas, manadas, procesiones y yo le tengo alergia a las procesiones por mucho que vayan por fuera. Porque hay demasiados carros y taxis y combis y custers al mismo tiempo y los choferes imbéciles de siempre se ponen más imbéciles aún y el tráfico en Lima se vuelve -como todo lo demás- la más pendeja pesadilla. Porque los villancicos siempre me dan ganas de llorar a gritos. Porque todos se vuelven locos por comprar pavos, canjear pavos, rellenar pavos, hornear pavos, llenar la maletera de pavos como si el puñetero pavo, por lo menos, fuera rico, como si hubiera sobre la tierra carne más seca y más desabrida que la carne de pavo, de pavita, de pavipollo, de pollipavo o de cualquiera de sus múltiples y estúpidas mutaciones. Porque la comida navideña es siempre una patada al hígado y, por alguna razón muy misteriosa, a todo le meten pasas y manzanas y mezclar pasas y manzanas con mayonesa de pomo me parece aún de peor gusto que servir esa mazamorra marrón que es el puré de manzana oxidada que, como se sabe, es comida para bebe o para enfermo. Porque aquí no existe la nieve, ni los trineos, ni los renos, ni Taita Noel, ni las mediecitas rojas esas que se cuelgan en las chimeneas, porque además aquí nadie tiene chimenea. Porque las tiendas, los locutorios, las agencias de banco y todos los lugares públicos se decoran -maldita sea- con adornos que suenan y suenan con una musiquita diabólica a la que ni siquiera se le puede bajar el volumen. Porque hasta las más ancestrales fiestas que toman al pesebre como pretexto consisten única y exclusivamente en comprar y vender, si no fíjense en qué consiste el famoso santuranticuy cusqueño: en comprar y vender, papay. Porque lo único que todos -ricos y pobres- tienen en la cabeza en esta época es eso: vender, vender, vender: vender lo que diablos sea con tal de hacer más billete que en los meses anteriores y no me vengan acá con niñito Jesús ni niñito muerto porque si no fuera así no se volverían todos -ricos y pobres- vendedores ambulantes automáticos: vendedores de chispitas Mariposa en los semáforos o de topiaris y bonsáis en la feria de El Trigal, pero todos vendedores cabrones a los que Cristo expulsaría a patada limpia, vendedores más compulsivos que el Padre Martín.
Abomino la navidad porque el estruendo de los cohetones vuelve locos a mis perros que no tienen la culpa de nada. Porque todos quieren jugar al amigo secreto, especialmente en esas oficinas deprimentes donde nadie en su sano juicio quisiera tener amigos ni siquiera a escondidas. Porque en todas las parejas origina la clásica y odiosa peleílla pascuera de ¡gordis-acuérdate-que-este-año-nos-toca-pasarla-con-mis-papis! (nos jodimos). Porque la noticia clásica de los diarios es la del menor que -creyendo que eran caramelos- se comió los rascapiés y se murió botando espuma amarilla por la boca. Porque se talan miles de pinos, (¡pinos!, ¡en Perú!), para que la gentita, tan caprichosa ella, los ponga en el último lugar en que quisiera estar un árbol: la sala de una casa muy Casa Cor y, por si fuera poco, los cubra de doradas guarandingas y baratijas horrorosas probablemente extraídas del peor vuelo lisérgico de Jimmy Santi o Chibolín, luego de lo cual, pasada la ventolera, aquel arbolito va a parar, por supuesto, a la compactadora junto a muchas, pero muchas toneladas de sobreproducción navideña de basura. Porque la gente que está más sola en este mundo tiende siempre a suicidarse en nochebuena. Porque todos los barrocos nacimientos de que tengo memoria incluyen brontosaurios, peluches, muñequitos de Star Wars y patos Donald. Porque la gente se alucina bondadosa cuando, en lugar de botarla directamente al tacho, le dona la ropa vieja a la parroquia o le convida un tazón de chocolate caliente al guachimán del edificio que, probablemente, está que se caga de calor. Porque prefiero una carta-bomba a una tarjeta musical. Porque no sé quién les ha dicho que la alegría consiste en llenarlo todo de lucecitas intermitentes como si -en lugar de El Zapallal- estuviéramos en la fuckin' Las Vegas. Porque en el brindis de las doce de la noche todos se acuerdan de los muertos a los que olvidaron todo el resto del año y se largan a llorar a todo moco, sin saber que, en el fondo, no están llorando por sus muertos, sino por lo infinitamente frustrantes que son sus patéticas vidas. Pero aborrezco la navidad, muy en especial, porque hace a los niñitos ricones creer que se lo merecen absolutamente todo mientras que a los pobretones les deja claro que la única bicicleta con la que pueden soñar es la volcánica diarrea que les producirá la leche en polvo con que -tras haber reventado en Dédalo la tarjeta del marido- las culposas señoronas de siempre primorosamente prepararán la letal chocolatada de los cholos.
(*) Aparecido en su columna del diario Perú21
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