domingo, 16 de marzo de 2008

BANCATE ESE DEFECTO





La infelicidad por Beto Ortíz (*)
Estoy leyendo con gran deleite el manuscrito de un buen amigo que ha tenido la temeraria idea de pedirme que presente su nuevo libro y, de repente, me estrello de cacharro con la siguiente frase: «Ese Beto Ortiz rima con infeliz.» No la dice el autor, se entiende. Tampoco alguno de sus personajes. La pronuncia, con excitación digna de peor causa, uno de los muchos escribidores que ha entrevistado. Me sorprende comprobar que su cuchillo no corta. Está claro que no intenta homenajearme pero si lo que quería era herirme de muerte, ha fallado. Porque soy tan infeliz que tengo un grano en la nariz. Porque soy tan coquetón que tengo un parche en el calzón.
Un domingo publico columna y seis domingos, no. Un día gano 40 mil dólares y, al mes siguiente, los debo. Un día te chapo y al otro, te muerdo. Un día escribo diez mil palabras y, en un mes, ninguna. Un día tengo dos amigos y, en tres semanas, se murieron. Un día peso 78 kilos y, a los tres meses.cien-to-cin-co.
Parece que -más que una naturaleza o destino melodramático- lo que me ha tocado en suerte es un libreto de lo más rico en extremo contraste, golpes de timón, caídas libres y plot-points de modo que, deportivamente, he optado por suspender hasta nuevo aviso el pucherito y adaptarme, con el mayor donaire posible, al recipiente que hoy me contiene. No por las huevas la imperturbable estabilidad de la línea recta representa la muerte en el monitor de los cardiógrafos. O el aburrimiento en el mar, los cuerpos o las montañas rusas.
No por las huevas, los inquietantes petroglifos de Toro Muerto en Majes, Arequipa están repletos, por todos lados, de zig-zags: una línea quebrada -con alzas y bajas- es el símbolo perfecto del vivir: el sobresalto, la maravilla, el placer, la pérdida, el desasosiego. Si con la felicidad viene la calma, dejémosela a los viejos ricos, a los suizos y a los muertos.
A propósito, ¿se han fijado con qué decidora frecuencia me brota la palabra muerto? Seis veces en 303 palabras hasta aquí. Una de cada sesenta palabras, más o menos. La cantidad de cosas que un analista podría decir al respecto. ¿Y si escribía seis veces la palabra carapulcra?, ¿serían menos? ¿Qué secretas pulsiones del eros-tánatos se ocultarían detrás? ¿Se dice carapulcra o carapulca?
«Quien nísperos come y bebe cerveza y espárragos chupa y besa a una vieja, ni come, ni bebe, ni chupa, ni besa.»
¿Y eso?, ¿qué fue? Nada. Sólo un viejo dicho que me enseñó mi causa Martha Hildebrandt. No tendrá nada qué ver con nada pero es un cague de la risa.
Pero mejor dejémonos de disfuerzos y pongámonos en la realidad: 105 kilos. Es un culo, claro. Y me pesa. Eso es lo malo de engordar, que después te pesa.
Dejémonos de cosas: el recipiente que hoy me contiene es un pantalón talla 38 que está listecito para reventar. Digo nomás, por si alguien duda que la gordura es el camino más corto hacia la infelicidad.
Como resultado de una malhadada apuesta, anteanoche el endocrinólogo doctor Olaya nos pesó frente a las cámaras a Aldo y a mí. Fue aterrador. Creo que conducir el programa en suspensores me habría avergonzado menos. No importa cuán convincente suene la patraña con que tus tías (esas cerdas) intenten consolarte. La gordura estorba, cansa, deprime, apabulla y, sobre todo, escalda.
Pocas miserias comparables con la amarga constatación de la propia, incontestable obesidad. No hay gordos felices. Hay sí gordos que dan risa. En vez de pena, dan risa: son risibles. No es lo mismo que felices. No deja de ser una cruel injusticia que ser gordo sea algo tan feo cuando comer es algo tan rico.
Miyashiro opina, en cambio, que la delicia máxima es dormir. Más rico que el sexo, inclusive. Discrepo. Yo creo que comer es aún mejor. Es justamente por eso que, para graficar un buen polvo, suele decirse: «Me comí ese lomo» Para ejemplificar un orgasmo no hay mejor imagen que un banquete.
Si en mi agenda se cruzaran a la misma hora una opípara cena y una orgía, no tendría ningún reparo en desechar la orgía.
Pamplinas. Nadie invita gordos a su orgía.
No bromeo. Los gordos arruinamos el paisaje. Yo creo que en lugar de dedicarse tanto a prohibir cholas, las beautiful beaches harían bien en prohibir terminantemente el libre tránsito de gordas. La sola visión de un gordo en el horizonte puede estropearte el día de playa por completo. Pero una gorda es siempre peor. ¿O alguien sigue preguntándose por qué Lourdes Flores perdió las elecciones? Supongo que ya no hace falta explicarlo. Nadie quiere a una gorda en ropa de baño. Nadie. Por Dios. No me hagan entrar en descripciones escabrosas.
Puesto que los gordos nos sentimos incómodos con nuestros rechonchos cuerpos, no nos asiste el derecho a incomodar también a los demás. No es un tema de baja autoestima sino de elevado respeto por el prójimo. Los gordos tenemos derecho a desnudarnos única y exclusivamente para bañarnos, en estricto privado o, en caso de extrema urgencia, en la más absoluta oscuridad, los mondongos cubiertos por la más piadosa tiniebla.
Aunque hay que reconocer que ver gente gorda, finalmente, tiene, en el fondo, algo de positivo: es sabido que nada alivia más al espíritu que la contemplación de la miseria ajena. Lo atroz estriba en constatar el bofe propio. No hay mayor sanción para el narcisista obeso que renunciar -por tiempo indefinido- a los espejos. No hay mayor insulto para un exhibicionista que quedarse sin nada qué enseñar. No hay peor infamia que tener papada.
Ni peor sanción para un esteta que renunciar a la ropa bonita. Porque nunca habrá nada para tu talla o porque da exactamente lo mismo comprarte la camisa más putona que andar en bividí. La gente, al verte, igual va a decir: «Manya. Ahí viene el elefante».
Por lo demás, engordar es siempre voluntariar para cachudo. No hay forma de no engañar a una gorda chota. Aunque, en honor a la verdad, debo confesar aquí que mi vida amorosa no se ha visto afectada jamás por mi sobrepeso. En los breves lapsos en que he logrado estar perfectamente en forma ha sido patética también.
Dice Ray Loriga que si él hubiera sido gordo de niño hoy estaría disparándole a quemarropa a la gente a la salida de un supermercado con una escopeta recortada.
Bueno, yo he sido siempre el clásico gordito del salón. Supongo que eso lo explica todo.
En fin. He escrito todo esto sólo porque alguien se ha permitido llamarme infeliz y le ha achuntado. Soy infeliz, señor. Soy fabulosamente infeliz porque soy demasiado gordo, demasiado pleitista, demasiado cabro, demasiado necio y/o demasiado peruano.
Pero estoy en deuda con mi infelicidad porque es gracias a ella que escribo como escribo.
Si yo fuera feliz escribiría como Ampuero.



(*) Aparecido en su columna del diario Perú21.
El mejor programa que Beto ha tenido en la televisión ha sido Cállate Beto en canal 11, pero no tenía rating. Para gozar de este privilegio -comercialmente divino- hay que hacer y ser parte de espectáculos risibles, vulgares y chatos. Como ahora en Frecuencia Latina, en donde la burla fácil, la improvisación bellaca y los disfuerzos deben dar mas de 10 puntos que deben ser como venderle el alma al diablo. Por eso, Beto dedícate a escribir. Lo haces muy bien. Tarde o temprano producirá la satisfacción completa, la del espíritu (y también la de la billetera).

No hay comentarios: