Computadoras invadidas por César Hildebrandt (*)
Hay unos imbéciles telescópicos que me envían todos los días una página web llamada “Dino”, donde me ofrecen no sé qué cosa que no quiero tener ni no sé cuántos gigas que no me dicen nada, ni no sé qué almacenaje en el que me pitorreo y no sé qué ventajas adicionales del patinaje internáutico que no ejerzo.Denuncio entonces a “Dino” por allanamiento de morada virtual y, sobre todo, por ejercer la prostitución e incitarme a ser un usuario de esta trata de pantallas en que quieren convertir la Internet. Y denuncio a todos los francotiradores de spam parapetados en mi computadora, esos que me ofrecen tarjetas de crédito que me harían feliz, soluciones financieras que tienen cara de deuda embargadora, encuentros cercanos que me hacen pensar en el virus del papiloma, seguros médicos de agentes que me han oído toser desde Houston, cruceros a las islas colonizadas por turistas sin desodorante que beben tequila en botas de vino.Dicen que el primer correo basura se envió el 3 de mayo de 1978 –con lo que la institución del spam ha cumplido 30 añitos– y fue recibido por 393 empleados de Arpanet, abuelo de Internet. Promocionaba, muy tímidamente, un producto de la compañía fabricante de computadoras DEC.Y lo que empezó como un pasito de danza se ha convertido en un frenesí de tijeras puneñas, sables cosacos y puterío vendedor que te asalta el tiempo y hace sus necesidades en tu jardín. Hay una empresa de seguridad informática que se llama Sophos y que ha asegurado, hace poco, que el 92 por ciento del correo internáutico mundial es pura basura comercial. Se envía impersonalmente desde computadoras gordas y madrinas abastecidas con los bancos de datos que, a traición, entregan algunas de las grandes firmas de la red. Ha habido, de hecho, porquería al menudeo que sólo puede haberme llegado gracias a Yahoo, que vale tanto precisamente porque es el registro de usuarios que hubiese querido tener J. Edgar Hoover.Pero una cosa es el spam, que te inunda sin mojarte porque puedes abrirlo a tu elección, y otra es “Dino”, que se presenta sin ser llamado e irrumpe en mi pantalla como el pandillero con pata de cabra que es. No sé si tenga que ver con el Pancho Villa ese de Carlos Slim, pero su estilo se parece muchísimo al de otro ladrón de atención y de tiempo precioso que me ofrecía no sé qué marranadas de banda ancha estilo cartel de Sinaloa y con algún apellido azteca de por medio.¿Habrá zoncitos que agradezcan esas intrusiones de aspecto depravado? ¿Hasta dónde llegará el tráfico de datos? ¿Todo esto del correo sin estampillas y la comunicación galáctica terminará siendo un gran centro comercial de teclado y amazon.com? ¿Terminaremos como involuntarias páginas amarillas de una guía navegante para consumidores tipo la abuela desalmada de Eréndira?No lo sé. Lo único que sé es que mis modernos filtros de phishing funcionan, mis sistemas de defensa están activados, mi firewall ruge como un dragón, pero la lluvia tóxica del spam no deja de gotearme y muchas veces, cuando escribo estas líneas que alguna consideración deberían merecer, en plena búsqueda de una palabra que diga algo, en medio de esos silencios que te jaquean algún párrafo, cuando alguna idea más o menos atractiva ha empezado a salir de la neblina en la que siempre se escribe, justo en ese momento tocan la puerta y es “Dino” con su cara de mormón dominical y su aliento de pizza fría y su estilo de arzobispo de Boston ofreciendo no sé qué indeseables servicios. He tratado de librarme de él poniéndolo en mis listas negras y no lo he conseguido porque “Dino”, astutamente, se esconde detrás de una decena de procedencias que parecen tener vida propia y mutar ante la persecución. Y a veces pienso, dada la naturalidad conchuda con que “Dino” se sienta en mi sofá, que de pronto esta computadora –que me niega accesos porque me exige permisos que jamás solicité que me exigieran– ya no es mía y que soy yo el flamante intruso de lo que me perteneció. Están tocando la puerta.
(*) Aparecido en su columna del diario La Primera
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