Aprendiendo a hablar en limeño por Guillermo Giacosa (*)
Cuando en 1976 visité por primera vez Lima, mi alojamiento se hallaba en Pueblo Libre. Dada la naturaleza progresista de mi anfitriona, imaginé que se trataba de una comuna parecida a la de París o de una recreación latinoamericana, en una zona geográfica precisa, de los ideales de Mayo del 68. Con mucho temor, pregunté al taxista que me trasladaría desde el aeropuerto si conocía Pueblo Libre. Por supuesto, respondió, cargó mi equipaje y partimos a esta imaginaria 'arcadia' de hombres nuevos.
Debo confesar que, de nuevo, nada; de acogedor, mucho, y de revolucionario, solo el discurso gastado de mi amiga. El bar Queirolo me devolvió la fe en las posibilidades de la especie humana y, desde el día siguiente y durante dos semanas, no hice otra cosa que viajar entre Pueblo Libre y Chaclacayo, con escalas en el Queirolo, donde coordiné un seminario sobre Educación de Adultos por encargo de Unesco. En Chaclacayo, no en el bar.
Mi segundo gran shock cultural fue saber que lo que en la Argentina se llamaba 'Villa Miseria', en Perú se denominaba 'Pueblo Joven'. Me pareció muy simpático y estimulante al principio pero, mucho tiempo después, ya como residente en el Perú, descubrí que encubría un rasgo cultural enraizadamente limeño: el lenguaje elíptico.
Venir de Argentina, España y Francia, donde las palabras, más allá de algunas recargadas formas de cortesía propias de los franceses, son dagas o algodones pero siempre apuntan al blanco, y encontrarme en una sociedad donde el 'no' directo es casi una ofensa, se trataba de un verdadero reto. Mi madre, en sus visitas, adoraba esa señorial manera de cubrir las palabras, y sus "¡qué encantadores son los limeños!" eran casi una muletilla.
Y, en realidad, lo eran con ella y conmigo, pero mi madre estaba de visita y yo debía enfrentar una vida de trabajo y nunca sabía a qué atenerme cuando un "de todas maneras" se transformaba en un "más adelante", que era un no rotundo ubicado en un futuro en el que yo ya estaría muerto de hambre si no lograba interpretar las reglas del juego.
Me costó, pero lo logré. No lo practico. Sigo siendo relativamente bestia, aunque sería ingrato negar que en algunos aspectos me han domesticado: en el "no me jodan", le he bajado el volumen al "me jodan". Me lo enseñó un correcto cajero bancario. Presenté mi cheque, con la ilusión de un desayuno posterior en el Manolo, y me dijo: "Falta una firma". Con cortesía rioplatense dije: "No me joda". Lo dije en neutro, dirigido al infinito, a la mala leche de quedarme sin desayuno, al sánguche del Manolo que se esfumaba, pero el cajero no lo interpretó así y, poniéndose de pie, me reconvino con un "yo no lo friego señor", subrayando el "friego" para enseñarme modales y humillarme ante la cola de quienes, mientras observaban la escena, reforzaban sus prejuicios contra los argentinos.
Confieso que no he podido cambiar el joder por el fregar, pero lo digo en tono de oración íntima y de santas pascuas. Pero soy contagioso y son mis amigos quienes me dicen ahora: "Guille, por qué no te dejas de joder".
(*) Aparecido en su columna del diario Perú 21.
En Lima, una exhuberante dama en minifalda en una esquina de la Av Arequipa a altas horas de la noche ofreciendo favores sexuales por una determinada cantidad de dinero no es necesariamente una puta. Podría ser una fémina en estado de desesperación económiva como consecuencia de la crísis o alguien que tan solo quisiera hacerte gozozamente feliz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario