lunes, 28 de abril de 2008

TAXI PASSENGER





Tránsito y deshumanización por Guillermo Giacosa (*)
Salí a las 7 y 45 de la mañana de mi casa, en Surco, con la inocente intención de llegar a Lince a las 8:30 a.m. A esa hora, el taxista que accedió a llevarme luego de asegurarle que pactaríamos el precio en razón del tiempo invertido solo había recorrido seiscientos metros.
Llegué a mi destino a las 9:15 a.m. Pagué, por iniciativa propia, treinta soles pensando que el taxista debía regresar a un punto no muy alejado del que me había recogido. Un recorrido que habitualmente puede tomar 20 minutos demandó en esa mañana limeña una hora y media.
Hora y media que transcurrió en medio de una intoxicante nube de dióxido de carbono y otros gases venenosos. Iba a dar una clase y mi cerebro empleó quince minutos diciendo vaguedades hasta lograr la concentración que requería el tema que debía desarrollar. Tal situación me hizo pensar que una de las causas del estrés se basa en contrariar a la naturaleza. Y viajar en las condiciones que lo hice, sumado a la preocupación de estar llegando tarde a mis obligaciones, es contrario a nuestra naturaleza y, sin duda, un factor desencadenante de ese estado psicofísico relativamente moderno llamado estrés. Digo relativamente moderno, pues nuestros antepasados, acosados por carnívoros más fuertes que ellos, debían vivir en una estresante situación de alerta permanente. En realidad, el estrés siempre ha existido y en dosis no excesivas es parte normal de nuestra vida. Pero, en la actualidad, si sumamos todos los factores estresantes con los que convivimos, podemos llegar a la conclusión de que superan largamente nuestra capacidad de asimilación. Trabajar, por ejemplo, en un ambiente cargado de tensiones y sin estabilidad laboral, viajar en medio de nubes tóxicas y apretujado en transportes públicos deleznables, escuchar casi constantemente ruidos que sobrepasan la cantidad de decibeles que podemos tolerar (música de los vecinos, sirenas, alarmas de los carros, etc.), pasar en los centros de labor más horas de las reglamentarias, dormir insuficientemente no por falta de tiempo sino porque todo lo antes expuesto no nos permite conciliar el sueño, no compartir el tiempo que realmente necesitamos junto a las personas cuya presencia nos gratifica o realizando actividades que nos producen placer espiritual, etc., es, sin duda, una agresión contra la calidad de vida y un factor desencadenante de un grado de estrés que derivará, inevitablemente, en algún tipo de enfermedad somática. Lima, con sus ocho millones de habitantes, sobrepasa, como tantas otras ciudades de su tamaño, las dimensiones que pueden hacer de ella un sitio donde desarrollarnos armoniosamente. Hemos crecido en urbes que atentan contra nuestra propia naturaleza. Verdaderos zoológicos humanos que hacen de nosotros seres distintos de los que hubiésemos podido ser. ¿Peores? ¿Mejores? Imposible decirlo. Seguramente más neuróticos. Solo sé que el caos actual, generado por un tránsito delirante, es una ofensa más contra lo que va quedando de nuestra propia humanidad.

(*) Aparecido en su columna del diario Perú21

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