Nueva modalidad de secuestro por Jorge Buce (*)
El lapidario testimonio del premier Del Castillo en el juicio de Fujimori tranquiliza y desconcierta al mismo tiempo. Lo de su secuestro, tal como los de Gorriti o Dyer, es evidente para cualquier observador imparcial. Sus declaraciones añaden contundencia a lo narrado previamente por ambos testigos. Hay un factor común a los tres relatos, el cual echa por tierra, más allá de cualquier subterfugio retórico de Nakazaki o mentira descarada de Fujimori, la delirante estrategia de la "detención ilegal": los tres personajes mencionados temieron por su vida mientras eran violentados y encerrados en locales del Ejército y no del Poder Judicial. Ese temor a ser ejecutados no engaña. Tres líderes experimentados del periodismo, del empresariado y de la política sienten que pueden ser asesinados en cualquier momento: no es dramatismo, es una percepción objetiva de los riesgos que estaban corriendo en manos de sus secuestradores. Ningún detenido, así sea sin los documentos pertinentes, tiene por qué temer por su vida, aunque sí por su libertad.
Sin limitarse a machacar ese clavo definitivo en la puerta del calabozo de Fujimori, a quien sindica como responsable de su desventura, Del Castillo añade que el proyecto en marcha era hacer del país un narcoestado. Lo cual se apoya en una serie de evidencias como el barco inmovilizado por el cual se secuestra a Dyer, el avión con armas para las FARC y cocaína que la DEA incauta en Iquitos, el alijo hallado en el avión presidencial, etcétera. Hasta ahí, el testimonio del primer ministro ha sido fundamental y todo indicaría que, como en la ranchera, Fujimori puede cantar "porque sé que de este golpe ya no voy a levantarme" (debió cantarlo antes de darlo él mismo en 1992). Sin embargo, surge la interrogante: ¿cómo es posible que sabiendo todo esto -a lo que se agrega el intento de asesinar a Alan García, cuando secuestran a Del Castillo- los apristas se aliaran con los herederos de Fujimori?
La pregunta no es nueva, sí el contexto. Por primera vez uno de los principales dirigentes del partido de gobierno narra con detalles la persecución e intenciones del fujimorismo, a quienes identifica como una mafia narcopolítica. Se puede entender que los sucesores de esa siniestra organización aleguen no haber cometido delito alguno, y conformen una enésima agrupación como la llamada Fuerza 2011, pues la ley no obliga a sentir vergüenza o remordimiento. Pero es una cosa muy distinta aliarse con los hijos de quienes perpetraron esas atrocidades, sin que medie expiación alguna. Más bien se enorgullecen de su paso por el poder. Exagerando un poco para demostrar el punto, es como si un grupo político israelí se aliara -así sea por lo bajo- con uno neonazi. No es cuestión de desvirtuar el testimonio valiente, claro y oportuno del premier. Pero al ser un líder político tan destacado, la incoherencia de sus acciones y declaraciones cobra una relevancia ejemplar, en sentido literal.
No importa si esto marca el fin de la alianza (aunque tampoco debería sorprendernos que la realpolitik permita asimilar este mazazo, en función de cálculos donde la ética es un estorbo, un lujo, un frasquito de caviar). El mensaje enviado es enloquecedoramente doble: predico una cosa y hago lo contrario. A menos que los fujimoristas hayan vuelto a secuestrar a los apristas mediante una nueva modalidad, tan oscura que todavía no podemos vislumbrarla. Resaltemos, para no perder la fe, el adverbio "todavía".
(*) Aparecido en su columna del diario Perú21
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