viernes, 25 de enero de 2008

LA DISCIPLINA DEL AGRAVIO





Grandes insultos por César Hildebrandt (*)
Una empleada de la compañía de gas en Valencia, una tal Vanesa G.T., decidió hace muy poco amenizar su vida cambiándole el nombre a uno de los clientes de la empresa. Así que a Antonio Badín Moreno, usuario de Gas Natural, le envío la próxima factura con su nuevo nombre: Antonio Gilipollas Caraculo, 57.62 euros.Cuando el destinatario recibió la cobranza con ese nombre (pero con sus datos personales y su dirección) creyó que era el documento falso de un bromista barriobajero. Pero cuando supo que no, que figuraba con ese nombre inolvidable en el sistema informático de Gas Natural, tomó las cosas en serio y entabló la demanda correspondiente. Probablemente no le molestó tanto el caraculo, que en España sólo quiere decir “persona ­inexpresiva”, sino el gilipollas, que en el “Inventario general de insultos” de Pancracio Celdrán aparece como ­uno de los peores: “…el gilipollas no es un simple tonto, sino que participa además de la condición espiritual del bocazas, del incontinente verbal que todo lo airea sin guardar secreto ni recato…”Las investigaciones de la empresa han conducido a una subcontratista y, dentro de ­ella, a una empleada con acceso a la computadora madre de Gas Natural. Ahora a Vanesa G.T. le espera, tras el despido, un proceso judicial “por daño a la imagen corporativa” y “desmedro moral de un cliente”.Pero nadie le quita lo bailado. Porque el gusto por la coprolalia no es sólo de algunos directores de periódico. Lo es también de la gente sencilla cuando quiere experimentar el poder hiriente del lenguaje: arma blanca por excelencia, filuda como daga iraquí, muchas veces degolladora imaginaria de quienes, simplemente, no están de acuerdo con nosotros. Pero una cosa es el insulto al azar como el inventado por Vanesa G.T. y otra el que lanza el arquero emboscado. Una cosa es la ofensa genérica y otra el ajuste de cuentas con alguien subrayado en la propia agenda.En España el insulto es una de las bellas artes y, de hecho, escritores de la celebridad de Camilo José Cela o Francisco Umbral lo elevaron a categorías próximas al séptimo cielo oriental. En sus “Memorias eróticas”, por ejemplo, Umbral traza biografías de cama de casi todas sus amantes y para eso describe, con indelicadeza realmente insultante, los supuestos méritos y las presuntas desventajas amatorias de sus víctimas. Bueno, en cuanto a Cela, su boca salió florida de Galicia para hacerse inmortal en toda la península.Y aquí, entre nosotros, el talento del agravio ha llegado a cumbres borrascosas. Hay en la literatura peruana ejemplos diversos –no, no estoy hablando del pobre Ampuero, afiliado a la grafomanía más bien–, pero, sin duda, los más convincentes son los de Alberto Hidalgo, casi un pornógrafo del odio, y José Santos Chocano, un caso raro de calumniador póstumo.Hidalgo llegó a escribir del golpista presidente Luis M. Sánchez Cerro cosas como esta: “Su nombre no se graba en tinta sino con repugnancia, y es lo que resta sobre el papel higiénico en la reserva de las letrinas, pues no hay trasero que no sepa escribirlo. Sánchez Cerro o el excremento…” (Diario de mi sentimiento, Buenos Aires, 1937).El drama de Hidalgo es que, como todo insultador profesional, suponía que su vitriolo era letal y que sus palabras fulminaban. Esa es, al fin y al cabo, la convicción matonesca de todo insultador: compensar su impotencia con el (imaginado) tiro de gracia de su pluma. Lo que pasa con Hidalgo es que tuvo la grandeza de decirlo y la locura suficiente para llevar esa confesión a la imprenta. Así, en el mismo capítulo dedicado a Sánchez Cerro, recapitula: “Sé que lo he muerto. Sé que este artículo es su tumba. ­Ahora, encima de esos adjetivos y sustantivos que lo retratan de cuerpo entero, para que le sirva de lápida pongo una capa de mierda…” El insultador cree ser el enterrador. Ignora, sin embargo, que la fosa es suya, que el ridículo le pertenece, que el tiempo trabajará en contra suya.Alguna vez, en pleno juicio por el homicidio del que fue perpetrador, el celebérrimo poeta José Santos Chocano le espetó a los magistrados que terminaron condenándolo a tres años de prisión: “¡Ustedes no valen lo que un mojón de Dulanto!” Ricardo Dulanto había sido su sufrido abogado defensor. Chocano había matado a sangre fría, en la puerta de “El Comercio”, a alguien a quien había insultado con el más ruin de los insultos. ­Ese alguien se llamó Edwin Elmore Letts y murió el 31 de octubre de 1925 a los 21 años de edad. ¿Cuál había sido su falta? Haber sido atrabiliario hasta la temeridad en un artículo escrito en contra del poeta, uno de los validos del corrupto régimen de Leguía. Ese mismo día Chocano lo había llamado por teléfono y le había preguntado: “¿Hablo con el hijo del traidor de Arica?”Eso era una vileza. Teo­doro Elmore, padre de Edwin, había sido acusado por cierta prensa irresponsable de haber revelado a los chilenos, como prisionero que fue de ellos, la localización de las minas puestas en las laderas del morro. No era cierto y la calumnia venía del diario “La Patria”, pierolista desde luego. Todo se aclararía después. Y aun así, Chocano, que podía ser y era un brillante canalla, agredió a Elmore con ese insulto anacrónico.Le pasó lo que le pasa a los insultadores crónicos: creyó haber matado al joven Elmore con su dicho. Cuando lo vio en la puerta de “El Comercio”, ese mismo día, seguramente no podía creerlo. Elmore no sólo estaba vivo sino que se acercó al poeta y lo abofeteó. Chocano extrajo un revólver y disparó a quemarropa. Elmore murió horas después.Chocano, desde la cárcel, demostró que quienes pensaban que él era lo más repulsivo que la egolatría había proferido en el Perú, tenían razón. Aun en prisión publicó un panfleto llamado “La hoguera” para seguir insultando a quien ya había matado de un balazo.Ese fue el mayor y el mejor de nuestros modernistas. Antes había sido asesor y escribidor de los discursos de Estrada Cabrera, el siniestro dictador guatemalteco. Hoy hasta los insultos han descendido de categoría en el Perú. De Hidalgo a los Wolfenson y de Chocano a Saravá: para pensar en qué momento nos jodimos tanto.

(*) Aparecido en su columna del diario la Primera

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