Miedo a ser distinto
Reflexiones sobre la actitud de desconfianza y de odio hacia el otro que generan discriminación y hasta persecución. Conversaciones con Eduardo Galeano.
Por Pacho O’Donnell
Ser “distinto” significa, etimológicamente, tener otro tinte o color. Ser distinto es ser un otro y, por lo tanto, peligroso, pues se podrá proyectar en ella o en él aquello que los demás temen o les desagrada. El otro es siempre un espejo de eso que nos da miedo o nos provoca rechazo, pero que nos pertenece, que está en nosotros aunque no nos demos cuenta. Esa diferencia suele castigarse con la discriminación, que en el mejor de los casos se vehiculiza como marginación, pero no infrecuentemente, a lo largo de la historia de la Humanidad, como persecución que puede llegar al genocidio.
Esta actitud de desconfianza y de odio hacia el otro distinto aparece entre los blancos respecto de los negros, entre los heterosexuales respecto de los homosexuales, entre los cristianos respecto de los judíos, y en todos estos casos también viceversa.
A veces, la discriminación está tan arraigada que es inconsciente. El profesor Ricardo Álvarez relata que su abuela creía no ser racista, decía no entender cómo alguien podía tratar mal a los negros debido a su color de piel, pero luego agregaba, convencida: “¡Pobrecitos! ¡Encima de la desgracia que tienen de haber nacido así...!”. Cuando en un aviso clasificado se requiere “buena presencia”, es claro a quién se desea excluir.
Tzvetan Todorov escribió en “La conquista de América: el problema del otro” que “la primera reacción espontánea frente al extranjero (N. del A.: en francés, “étranger” significa tanto “extranjero” como “extraño”) es imaginarlo inferior, puesto que es diferente de nosotros: ni siquiera es un hombre, o si lo es, es un bárbaro inferior; si no habla nuestra lengua, es que no habla ninguna, no sabe hablar, como pensaba todavía Colón. Y así, los eslavos llaman a su vecino alemán “nemec” (“el mudo”); los mayas de Yucatán llaman a los invasores toltecas “nunob” (los mudos), y los mayas-cakchiqueles se refieren a los mayas-mam como “tartamudos” o “mudos”. Agreguemos en esta misma línea que lo de “bárbaro” viene de cuando los griegos eran sitiados por quienes, según ellos, ni siquiera sabían hablar y sólo balbuceaban sonido guturales como “bar, bar”. La amenaza del otro distinto y el combate en su contra no podían faltar en la mitología griega. Heracles es un matador de monstruos. Da cuenta de lo otro, lo diverso, pero eso, a su vez, lo vuelve monstruoso. Es el diferente por antonomasia y, por lo tanto, también él peligroso para los comunes mortales.
Las Naciones Unidas definen la discriminación como “la actitud de negar a individuos o grupos una igualdad en el trato que ellos desearían disfrutar”. Pero sólo 20% de sus directivos son mujeres. Albert Einstein, que sufrió discriminación por su condición de judío, opinó: “Si la teoría de la relatividad se revela justa, los alemanes dirán que soy alemán, los suizos que soy suizo y los franceses que soy un gran científico. Si resulta falsa, los franceses dirán que soy suizo, los suizos que soy alemán y los alemanes que soy judío”.
El miedo o desconfianza respecto de los otros es la otra cara del miedo a ser distinto. Es, en el fondo, el miedo a ser considerado o tratado de la misma manera que uno considera o trata a los otros. Un ejemplo de esto fue un hombrecito sin mayor relieve, fracasado en su vocación de pintor, que logró –en prisión– proyectar su propio acoso interno en una teoría paranoica acerca del acoso mundial de los judíos mezclado con la reivindicación del orgullo ario vulnerado en los tratados posteriores a la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial. Ya no era él el distinto, el paria despreciado por los otros, sino que había configurado un multitudinario otro que debía ser destruido para garantizar la supervivencia de una raza y una nación confundidas con su propio ser. Por supuesto que esta somera hipótesis no excluye las razones de índole económica y política que explicaron el nazismo, pero sus formas próximas al delirio avalan una investigación sobre sus connotaciones psicologistas.
Ni siquiera los apóstoles de Cristo pudieron evitar la tentación de sentirse mejores que los demás: “Entonces Jacobo y Juan, hijos de Zebedeo, se le acercaron, diciendo: ‘Maestro, querríamos que nos hagas lo que pidiéremos’.
Él les dijo: ‘¿Qué queréis que os haga?’.
Ellos le dijeron: ‘Concédenos que en tu gloria nos sentemos el uno a tu derecha, y el otro a tu izquierda’.
Entonces Jesús les dijo: ‘No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber del vaso que yo bebo, o ser bautizados con el bautismo con que yo soy bautizado?’.
Ellos dijeron: ‘Podemos’. Jesús les dijo: ‘A la verdad, del vaso que yo bebo, beberéis, y con el bautismo con que yo soy bautizado, seréis bautizados; pero el sentaros a mi derecha y a mi izquierda, no es mío darlo, sino a aquellos para quienes está preparado’.
Cuando lo oyeron los diez, comenzaron a enojarse contra Jacobo y contra Juan. Mas Jesús, llamándolos, les dijo: ‘Sabéis que los que son tenidos por gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y sus grandes ejercen sobre ellas potestad. Pero no será así entre vosotros, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor. Y el que de vosotros quiera ser el primero, será siervo de todos`”. (Marcos 10).
“Frankenstein” es el prototipo del individuo monstruoso no por lo que es, sino por la repulsión que genera y por el modo terrible con el que responde a ello. En esa línea, todos estaremos de acuerdo con que Mr. Hyde es un monstruo. ¿También lo es el Dr Jekyll? ¿No es Hyde el aspecto monstruoso que tiene todo Jekyll? ¿Quién de los dos será R. L. Stevenson? ¿Ambos? Otro modelo de “monstruo” es el protagonista de “La metamorfosis”, de Franz Kafka, donde puede seguirse el creciente aislamiento que el personaje sufre con motivo del cambio que experimenta, y que lo hace diferente y peligroso para los demás.
Richard Matheson, en su interesante novela “Soy leyenda”, tan maltratada por el cine, imagina un futuro en el que los vampiros se han adueñado de la Tierra. Sólo un hombre ha logrado no ser apresado y vive oculto, y de tanto en tanto se ve obligado a cazar y matar a algún vampiro para subsistir. Los nuevos amos del mundo organizan una cacería para eliminarlo y finalmente logran cazarlo. “El sonido de sus voces llegaba a él como el zumbido de un millón de insectos. Neville los miró con la mano izquierda en los barrotes, los ojos encendidos por la fiebre. Entonces, alguien lo vio. Durante un momento, las voces se elevaron un poco. Se oyeron algunos gritos. Pero, luego, el silencio cubrió las cabezas, como una pesada manta. Todos volvieron hacia Neville unos rostros pálidos. Neville los observó serenamente. Y de pronto, comprendió. Yo soy el anormal ahora. La normalidad es un concepto mayoritario. Norma de muchos, no de un sólo hombre. Y comprendió también la expresión de aquellos rostros: angustia, miedo, horror. Tenían miedo, sí. Era para ellos un monstruo terrible y desconocido, una malignidad más espantosa aun que la plaga. Un espectro invisible que había dejado como prueba de su existencia los cadáveres desangrados de sus seres queridos. Y Neville los comprendió, y dejó de odiarlos...”.
Se puede ser distinto por la apariencia exterior, como en los casos citados, pero también por lo interior. En nuestro país, en la época de la ominosa dictadura del “Proceso”, se persiguió, se torturó y se mató por pensar distinto. De allí aquella reflexión de quienes deseaban sentirse a salvo: “Algo habrán hecho”, equivalente a “yo no soy distinto, yo no hago o pienso como ellos, por lo tanto, yo no voy a ser uno más de los desaparecidos”. Circunstancias similares se vieron durante la Inquisición, el Holocausto nazi, los “progroms” stalinistas, las matanzas de tutsis, de gitanos, de armenios…
La discriminación religiosa ha sido y sigue siendo una de las más deplorables e investidas de fanatismo. Afortunadamente, también ha dado tema para buenos chistes: en la ciudad irlandesa de Belfast, un sacerdote católico, un pastor protestante y un rabino judío se enzarzaron en una acalorada discusión teológica. Entonces, se apareció un ángel en medio de ellos y les dijo: "Dios os envía sus bendiciones y desea que no sigáis discutiendo. Formulad cada uno un deseo de paz y será satisfecho por el Todopoderoso". El pastor reflexionó y dijo: "Que desaparezcan todos los católicos de nuestra hermosa isla, entonces reinará la paz". Luego, fue el turno del sacerdote: "Que no quede un sólo protestante en nuestro sagrado suelo irlandés y vendrá la paz a nuestra isla". Como el rabino se mantuvo en silencio, el ángel lo interrogó: "¿Y qué dices tú, no tienes ningún deseo?". "No –respondió el rabino–. Me conformo con que se cumplan los deseos de estos dos caballeros".
El miedo a ser distinto no alcanza a quien lo es por ser el mejor jugador de un equipo de fútbol. Ninguna muchacha teme ser distinta si eso significa ser la más bella de una fiesta. Nadie teme ser distinto si eso significa ser el empleado mejor pago o el dueño de un auto superior a los otros de la cuadra, etc. Aunque es seguro que ellos sufrirán el ataque envidioso de los demás, el temor a ser distinto se relaciona con salirse fuera de las pautas normativas del lugar y de la época.
Conversé con Eduardo Galeano sobre el tema:
Galeano: Lo que me planteás es un gran tema, de gran actualidad, porque habitamos un mundo gobernado por el miedo, el miedo manda, el poder come miedo, ¿qué sería del poder sin el miedo? Sin el miedo que el propio poder genera para perpetuarse.
P: Por ejemplo, el miedo al otro distinto.
Galeano: Que no es sólo el pobre. Vos que has trabajado tanto la historia, sabés que salvo en Cuzco y en Tenochtitlán, o sea, en los grandes imperios teocráticos donde la homosexualidad era castigada, en el resto de América era libre. Libre y hasta celebrada, a nadie le importaba. En algunas tribus de lo que hoy son los Estados Unidos, los homosexuales tenían hasta carácter sagrado. En cambio, los conquistadores europeos que llegan a estas tierras vienen de un universo inquisitorial que castiga la homosexualidad, entonces apelan a esa libertad sexual que imperaba en América para demostrar que sus habitantes merecen el castigo divino. Es así que la viruela, la gripe, la tuberculosis, todas esas pestes que los mismos conquistadores trajeron consigo, esas enfermedades desconocidas en América que devastaron a sus habitantes, son interpretadas cínicamente como castigos divinos, es Dios enojado con los que pecan de tan cochina manera.
P: Hasta hace poco, se decía que el sida era el castigo divino por la homosexualidad. Y muchos lo deben seguir pensando, aunque no lo digan.
Galeano: El Arzobispo de Montevideo lo dijo en televisión y yo lo escuché: “La homosexualidad es una enfermedad contagiosa”, y abrió grandes los ojos para que todos tengamos pánico.
P: (Risas). Ahí sí tenemos alguien a quien temer de verdad.
Galeano: En cuanto al racismo, es un fenómeno vigente, ojalá pudiéramos decir que es una peste superada. Se justificó la esclavitud a partir del momento en que se necesitó mano de obra gratuita en las plantaciones americanas, porque esos seres rescatados de las tierras africanas supuestamente gobernadas por el diablo podían ser purificados por el bautismo. Antes de que los marcaran con hierro candente en la cara o en el pecho, rociaban a los esclavos con una duchita de agua bendita y, decían, se ponía un alma en esos cuerpos hasta entonces vacíos.
P: Fray de las Casas, tan ensalzado por la historia española para contrarrestar la leyenda negra de la Conquista, fue uno de los ideólogos de la esclavitud en América porque sostenía que para no maltratar a los indios había que traer negros africanos. Inclusive, tenía esclavos a su servicio.
Galeano: Cuando muere, sus últimas palabras son de arrepentimiento por haber formulado esa idea.
P: Cuando en la Argentina se habla de “los indígenas”, la hipócrita referencia es al asentamiento mapuche, wichi o mataco, algunas de las pocas reducciones indígenas que hay en nuestro territorio, cuando en la realidad más de 50% de la población tiene claramente una descendencia indígena, visible en la coloración de su pelo, de su piel, en sus rasgos, en la forma de su cuerpo. Es decir, que lo indígena está presente básicamente en la mayoría de nuestras ciudadanas y ciudadanos.
Galeano: La demonización del otro explica fenómenos siniestros, como los recientes baños de sangre en Guatemala, un país esencialmente indígena. Hubo 200.000 muertos y vos ves las caras de los asesinos que arrasaron las aldeas, que mataron niños porque no había que dejar semillas vivas, y son caras de indios. Mestizos con una proporción de sangre indígena altísima que practican el crimen de indígenas como un exorcismo para sacarse el demonio de adentro, para purificar la parte sucia de su sangre.
P: Su propia “impureza”.
Galeano: Matan y se convierten en payasos “maiamiescos” que arrasan con la Guatemala que yo amo y a la que dediqué uno de mis libros. Me impresionaba el arte que generaba, eso que llaman artesanía pero que en realidad es arte.
P: El arte de los indígenas es artesanía, el arte de los blancos es arte.
Galeano: Sí, como la lengua de los indígenas es dialecto y su religión es superstición. Son modos de racismo. En Chichicastenango podías ver esos prodigios que emanaban del universo indígena guatemalteco, capaz de tan alta hermosura, de tanta belleza. En cambio, ahora las casas de gente amiga, de clase media, se han convertido en altares llenos de mamarrachos comprados en Miami, un espanto, por la necesidad de disfrazarse de lo que no son.
P: Para no parecerse al otro distinto, conjurar el miedo a la marginación, ser quien discrimina y no ser discriminado, ser quien mata y no víctima.
Galeano: Se demoniza al otro, el otro es el diablo, pero esa operación no es inocente, el miedo nunca es inocente. Con relación a los indígenas americanos, funcionó como coartada perfecta porque si eran tierras demoníacas dominadas por Satán cuya boca llameante las había besado, había que rescatar el oro y la plata, y los demás bienes que el diablo había usurpado para entregárselos a Dios, es decir, a los conquistadores acompañados de sacerdotes, que en su nombre llegaban para despojar a los indígenas.
P: Además, las descripciones que se hacían en Europa de los habitantes de América justificaban la cruzada cristianizadora y civilizadora. Eran muy, muy distintos, monstruos, tenían cola, sus genitales se confundían con el rostro, las orejas inmensas les servían para taparse cuando dormían
Galeano: En realidad, Europa no sabe qué hacer con América, una sorpresa que brota del mar y entonces le aplica todo el monstruario, el bestiario que había reservado para las tierras incógnitas de África y de Asia, que eran también regiones desconocidas, misteriosas y, por lo tanto, peligrosas. Porque siempre se sospecha de lo que no se conoce.
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P: El otro se vuelve peligroso simplemente por ser diferente. Por ejemplo, el extranjero que vino de afuera y te va a quitar el trabajo, por eso hay que maltratar a los bolitas, a los paraguas. El otro como amenaza, no como promesa.
Galeano: La mitad de la humanidad, las mujeres, también fue demonizada y todavía carga con lo que un Papa de Roma llamó el “estigma de Eva”. Las religiones dominantes las degradan. La católica les prohíbe el sacerdocio, o sea, les prohíbe hablar por el estigma de Eva. Los musulmanes les tapan la cara o les mutilan el sexo, y hay judíos ortodoxos que empiezan el día con esa oración que dice : “Gracias, Señor, por no haberme hecho mujer”. La mujer es objeto de pánico por parte del hombre, les tenemos mucho miedo y disfrazamos ese miedo de superioridad justificada.
P: San Pablo dice “la cabeza de la mujer es el hombre”.
Galeano: Si se parte de la base de que tu realidad es la única posible porque tu verdad, la verdad que encarna el dios en el que creés, es la única verdad que merece existencia en el mundo, si se niega la diversidad de verdades en el mundo, eso conduce en línea recta a la negación de la existencia del otro, del derecho del otro a ser lo que es, y en el mundo de nuestros días eso hace que el racismo se exprese de modos que no se formulan claramente como tal. Para mí, por ejemplo, el acto terrorista más importante de los últimos años, teñido de racismo, no es el derrumbe de las torres de Nueva York, sino la guerra de Irak. La guerra de Irak es una expresión de racismo desaforado. Mató, hasta febrero de este año, a 25.000 civiles, la mayoría mujeres y niños, en una operación criminal que acabó por olvidar sus propios pretextos porque eran todos falsos, es decir, que 25.000 civiles iraquíes murieron por esos supuestos errores que cometieron los servicios de inteligencia norteamericanos. Si hacés la comparación proporcional, 25.000 iraquíes es el equivalente, de acuerdo con las respectivas poblaciones, a 310.000 norteamericanos. Imaginate si Irak, equivocada sobre el poderío bélico norteamericano y la amenaza norteamericana sobre el mundo, hubiera invadido los Estados Unidos y matado a 310.000 civiles por error, la mayoría mujeres y niños.
P: Los norteamericanos que murieron en la Segunda Guerra Mundial fueron muchos menos que 200.000.
Galeano: A esos muertos habría que agregar los de la primera invasión, aquella “Tormenta del desierto”, más los que después fallecieron durante el bloqueo aliado. Algunos calculan medio millón.
P: Toda esa barbarie, paradójicamente, con el pretexto de la civilización.
Galeano: Sí, como hicimos argentinos, uruguayos y brasileños con el Paraguay con el pretexto de acabar con el tirano López . Decían que no era una guerra contra el pueblo paraguayo, pero no quedó vivo nadie, todos los niños mayores de 10 años fueron exterminados.
P: Nosotros tenemos la llamada Conquista del Desierto, y la palabra “desierto” cobra un sentido dramático. Allí había muchos indígenas que habitaban esos territorios, pero de lo que se trataba era de invisibilizarlos, de negarles su condición de personas.
Galeano: Hablando de palabras, hay una teoría, no sé si será o no real, pero es interesante, sobre el origen de la palabra “guarango”.
P: Un término peyorativo.
Galeano: Parece que fue un invento de Sarmiento para referirse a los guaraníes, los paraguayos, los enemigos exterminados.
P: Sarmiento fue un gran discriminador que odiaba a los gauchos, pensaba que impedían a la Argentina ser el país europeizado que debía ser. Le escribe a Mitre: “No ahorre sangre de gaucho, que al menos servirá de abono a la tierra”. Una frase terrible.
Galeano: Por eso Sarmiento odió a Artigas. El era un mulato disfrazado de noruego. No toleraba que Artigas tuviera ojos claros, piel blanca y estuviese del lado de los indios, de los negros, que fuera, como decía Sarmiento, un traidor a su raza. Traidor porque bendito por la naturaleza de acuerdo con el esquema de fealdad y hermosura de Sarmiento, había echado su suerte del lado de los malditos a pesar de que podía haber ocupado un lugar de privilegio en esa escala zoológica del racismo.
P: En el Levítico había una ceremonia en la que todos los personajes de un pueblo ponían las manos sobre un chivo y confesaban sus pecados, las cosas malas que habían hecho o pensado, luego soltaban al animalito y se suponía que ese chivo se iba con los pecados de todos.
Galeano: Los propios judíos que generaron la ceremonia fueron los chivos expiatorios. Ellos fueron y siguen siendo los chivos expiatorios en Europa, el antisemitismo fue siempre una cacería típicamente europea, y una de las bromas de mal gusto del mundo de nuestro tiempo, uno de los chistes del peor humor negro. Es que los palestinos que jamás practicaron esa cacería pagan ahora la factura del antisemitismo que no generaron ni lo practicaron. Los musulmanes también fueron chivos expiatorios cada vez que algún trono europeo perdía el equilibrio, vacilaba, corría el peligro de tumbarse, se denunciaba el peligro musulmán, y allí partía la cruzada y santo remedio. Hasta el Dante, en la “Divina Comedia”, nos revela que Mahoma fue un terrorista y lo condena a pena de taladro perpetuo.
P: ¡Taladro perpetuo!
Galeano: Un terrible suplicio que lo parte al medio, deja sus intestinos colgando, es el merecido castigo de Mahoma.
P: Un amigo mío con una evidente ascendencia indígena, uno de aquellos a los que Evita llamaba cariñosamente “mis cabecitas negras”, me contaba que en la Argentina no hay discriminación hasta que alguien se enoja y entonces infaliblemente suelta el “¡negro de mierda!”.
Galeano: (ríe) Esa es buena… El dinero tiene propiedades mágicas y blanquea la piel. Seguramente, sabés que en la colonia española se vendían “certificados de blancura”. Era un documento mágico, y el que podía pagarlo obtenía del rey de España la certificación de que era blanco aunque fuera negro, indio, mestizo, mulato.
P: Para incorporarte a alguna de las expediciones a América, debías certificar que no tenías sangre impura, es decir, antepasados judíos, negros o indígenas. No importaba si eras un delincuente.
Galeano: Cervantes no pudo venir a América porque al parecer provenía de una familia de judíos conversos.
P: Cuando a fines del siglo XIX se produjo la gran inmigración europea en la Argentina, un intelectual, el autor de “Juvenilia”, Miguel Cané, fue el mentor de la ley de Residencia que autorizaba al gobierno a expulsar a cualquier extranjero indeseable, sin especificar las razones. Estaba dirigida a los distintos que podían perturbar infiltrando “extrañas” ideas en los trabajadores criollos.
Galeano: Los anarquistas, los socialistas… El Uruguay se benefició de ello porque absorbió esa gente tan linda y tan talentosa que la Argentina expulsó. Buena parte de las maravillas de Montevideo, esos frentes de las casas viejas, las puertas labradas, las rejas de hierro forjado, son obras de esos artesanos a quienes el presidente Batlle recibió con un gran título en su diario El Día: “Bienvenidos, abanderados de la justicia”. Eran otros tiempos…
P: No nos olvidemos que también se discrimina a los gordos.
Galeano: También a los feos, a los viejos…
P: A los distintos.
Galeano: Claro que lo de distinto depende del punto de vista. Siempre digo que desde el punto de vista de los nativos el pintoresco es el turista. Y desde el punto de vista de una lombriz un plato de espaguetis es una orgía
En la adolescencia, el miedo a ser distinto se conjuga, paradójicamente, con el deseo de serlo. Sus rebeldías dan un mensaje claro a la sociedad de los progenitores: “Yo no pertenezco a vuestra tribu, sino a esta otra, la de quienes son (se visten, se divierten, se drogan) como yo”. Si la provocación tribal es atravesarse la lengua con un alfiler, miles lo harán para no ser distintos a sus pares, pero diferenciados de los mayores o de otras tribus adolescentes. Se busca ser distinto, pero no singular. Puede deducirse que este es el dramático mecanismo de iniciación de las drogadicciones muy astutamente estimulado por sus beneficiarios económicos. Un ejemplo de ello son los extravagantes horarios de diversión juvenil, completamente diferentes de los de los adultos, que requieren del apoyo de estimulantes para mantenerse despiertos y activos a lo largo de tantas horas en que la conversación es imposible por el volumen de la música. Ese miedo a ser distinto alimenta, en la sociedad postindustrial contemporánea (y más todavía en las periferias que habitamos), comportamientos tribales, pandillescos o patoteriles que desembocan en la delincuencia. Los individuos que componen esos grupos, movidos por el temor a ser considerados débiles o traicioneros, y por lo tanto, excluidos, pueden realizar actos vandálicos o criminales que individualmente no cometerían.
A esa decisión de sacrificar el propio deseo, el propio ser, con tal de no ser distinto se relaciona con lo que Martin Heidegger denominó “caída” (Verfallen)”: “El ´Dasein` (o sea, el ser del hombre) está inmediata y regularmente en medio del ´mundo` del que se ocupa. Este ´absorberse en` tiene ordinariamente el carácter de un estar perdido en lo público del ´uno` (es decir, de la existencia impersonal y anónima) (...) El estado de caída designa el absorberse en la convivencia regida por la habladuría, la curiosidad y la ambigüedad” (“Ser y tiempo”).
Traduzcamos: una identidad aferrada y a la vez perdida en lo público del “uno”, y por consiguiente en la idea que el individuo tiene de lo que se espera de él, o sea, de lo que él debe ser para ser uno mas, igual a los otros, reconocido y apreciado positivamente, es decir, no segregado, es, según Heidegger, una identidad alienada y enredada en sí misma, tentada permanentemente por sí misma, que sólo aspira a alcanzar cierta tranquilidad que la misma alienación le negará.
Esa alienación y ese enredo harán que la persona pierda el contacto con su deseo: al no saber quién es, no sabe lo que quiere.
“Estoy sentado al borde de la carretera.
El conductor cambia la rueda.
No me gusta el lugar de donde vengo.
No me gusta el lugar adonde voy.
¿Por qué miro el cambio de rueda con impaciencia?”.
(Bertolt Brecht)
Una mujer consultó por su imposibilidad de formar pareja. Era atractiva y tenía una buena formación intelectual y moral. Sin embargo, el ciclo siempre era el mismo: el hombre se sentía atraído, luego parecía decepcionarse y finalmente se alejaba. A pesar de los esfuerzos que ella hacía para retenerlo y seducirlo. La clave era muy simple: ella mostraba lo que suponía que el hombre esperaba de ella. Ella trataba, obediente a la imposición social, de ser como se suponía que debía ser. Se mostraba simpática y dicharachera cuando su realidad era la de una persona tímida y contemplativa. Lógicamente, esta falsificación de su personalidad la volvía “charlatana”. Lo mismo con su físico: ella era naturalmente delgada, pero se operó para tener formas redondeadas. Suponía –los mensajes televisivos son convincentes– que eso era lo que atraía a los hombres. Se trataba de no ser distinta.
Hasta “Martín Fierro” no pudo evitar juicios discriminatorios:
“A los blancos hizo Dios, / a los mulatos San Pedro, /a los negros hizo el diablo / para tizón del infierno”. También: “Y son ¡por Cristo bendito! / lo más desasiaos del mundo; / esos indios vagabundos, / con repugnancia yo me acuerdo, / viven lo mismo que el cerdo / en esos toldos inmundos”.
También nuestra historia muestra casos de discriminación: el general español Marcó del Pont recibe en Chile al enviado de San Martín, Álvarez Condarco, que le entrega el “Acta” de nuestra Independencia. Furioso ante lo que considera una imperdonable irreverencia, piensa en fusilar al mensajero. Pero se limita a firmar el acuse de recibo, comentando con petulancia discriminatoria, enterado de los rumores que adjudicaban a nuestro Libertador tener “sangre impura” por su supuesta filiación indígena:
–Dígale a su general que yo firmo con mano blanca, no con mano negra como la de él.
Luego del triunfo en Chacabuco, el jefe realista es hecho prisionero por una partida de granaderos. Llevado ante la presencia de San Martín, este no dejó pasar la oportunidad de enrostrarle aquella humillación. Estirando su diestra y clavándole la mirada, le descerrajó:
–Señor general, venga esa mano blanca.
Esta concepción racista está invertida en algunas tribus indígenas americanas. Según los viejos sabios de la región colombiana del Chocó, Adán y Eva eran negros, y negros eran sus hijos, Caín y Abel. Cuando Caín mató a su hermano de un garrotazo, tronaron las iras de Dios. Ante las furias del Señor, el asesino palideció de culpa y miedo, y tanto palideció que blanco quedó hasta el fin de sus días. Los blancos seríamos, todos, hijos de Caín.
El miedo a ser distinto se manifiesta también, por ejemplo, en el temor de ser considerado homosexual (sin serlo) o reconocido como tal (siéndolo). En el primer caso, sobre todo en la adolescencia, ese temor induce comportamientos estereotipados o de hombría exagerada; basta incurrir en algún gesto sospechoso o una inflexión de voz femenil para despertar las burlas del grupo al que se pertenece. Algo similar ocurre en los grupos de chicas si alguna tiene comportamientos, gestos o vestimentas que remiten al modelo varonil. En el segundo caso (es decir, que el individuo sea efectivamente homosexual), los intentos por ocultar su identidad sexual han llevado a hablar de “esconderse en el closet” (placard). David Halperin, en su libro “San Foucault”, escribió sobre eso: “Si al salir del closet uno se libera de un estado de opresión, no es porque ese acto nos haga escapar de las redes del poder a un lugar fuera del poder: pone en juego, más bien, un conjunto distinto de relaciones de poder y altera la dinámica de las luchas personales y políticas. Salir del closet es un acto de libertad, pero no en el sentido de una liberación, sino en el de una resistencia”.
“Suele decirse que todas las culturas son igualmente válidas y que no hay unas mejores que otras. Creo que no es verdad. La cultura que incluye es superior a la que excluye; la cultura que respeta y comprende me parece más elevada que la que siente hostilidad ante lo diferente; la cultura en la que conviven formas plurales de amar, rezar, razonar o cantar tiene primacía sobre la que se atrinchera en lo unánime y confunde armonía con uniformidad” (F. Savater).
Al fin y al cabo, de un modo o de otro, todos somos esencialmente extraños, raros y singulares.
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