La tolerancia como pedagogía democrática por Guillermo Giacosa (*)
Si pudiéramos ponderar adecuadamente la cantidad de gestos de intolerancia que se producen en el mundo de la política, quizá no sería tan difícil interpretar aquellas encuestas que ponen de relieve la insatisfacción de la población con quienes dirigen esta actividad. Ya sea evaluado el Ejecutivo, el Congreso, el Poder Judicial o la oposición, los índices, que generalmente no son halagüeños, bajan y suben pero no hay un dato que nos permita colegir que la mayoría se inclina decididamente por el sistema democrático.
Percibo que estamos realizando una muy floja pedagogía para afianzar la cultura democrática. Sabemos que esta no se construye en una década pero sabemos, también, que esa cultura, que implica respeto, tolerancia e igualdad de oportunidades, se edifica a través de los ejemplos y de las decisiones de los dirigentes políticos (no menciono la coherencia para no pecar de inocente). Si a ello sumamos la horrible distribución del ingreso, podemos concluir que la población tiene motivos para descreer del sistema.
Hay afirmaciones, por ejemplo, que suenan a desplante. Palabras tan innecesarias y gratuitas como la ya citada "cumbre de los perdedores" del premier Del Castillo o la infortunada respuesta del presidente García cuando dijo, ante una infortunada observación: "en el Perú disminuyó la pobreza pese a quien le pese". Nadie, en su sano juicio, podría sentir pesar por la disminución de la pobreza. Otra cosa es que algunos, en ejercicio de su libertad de pensamiento y expresión, manifiesten discrepancias con los métodos de medición o con la exactitud de las cifras. A una objeción racional, quizá injusta, quizá fundada en intereses políticos coyunturales o, quizá, originada en el narcisismo que provoca el tener o haber tenido poder se le debería responder con la misma racionalidad que pretendía tener la objeción.
Siempre que una crítica negativa es producto de un arrebato emocional el ideal es devolverlo al camino de la razón para no duplicar las distancias con la respuesta. Al fin y al cabo, el interés común es el Perú. O debiera serlo, si deseamos que la democracia eche raíces duraderas. Las emociones en política embarran la cancha y salpican a la audiencia, que es la ciudadanía toda. Siento, a menudo, que para algunos políticos una frase feliz, al menos en el sentimiento de quien la pronuncia, puede vencer cualquier barrera que le interponga el sentido común. La emoción, que prevalece sobre la razón, como en tantos momentos de nuestra vida personal, debiera ser controlada cuando se ejerce la función pública. Entiendo los niveles de estrés que causa el reñidero político pero la terapia individual de mandar a pasear al prójimo termina perjudicando al conjunto que, a partir de esas conductas, no solidifica los pilares ya mencionados de la democracia, que son la tolerancia y el respeto.
El cerebro límbico, que es el que manda en las emociones, es más antiguo y más veloz que el cerebro racional, aunque no siempre logre mejores resultados. Mantenerlo a raya debería ser un ejercicio político cotidiano.
(*) Aparecido en su columna del diario Perú21
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