miércoles, 11 de junio de 2008

CLASES MAGISTRALES (*)


El ocaso de la ética en Occidente por Silvio Juan Maresca
La devaluación de los valores como reflejo de la decadencia de la política

Entre muchos otros, asistimos efectivamente a un ocaso de la ética, al menos en el mundo occidental. También hay un ocaso de la política, de la ciencia, del arte, de la metafísica, de la religión; es decir, de todas aquellas potencias que tradicionalmente parecieron dotar de sentido la vida del hombre occidental.
Extrañará, tal vez, que hable de una declinación de la ciencia. Las apariencias parecen desmentirlo. Pero no debemos confundir los impresionantes avances tecnológicos con el florecimiento de la ciencia. Los últimos grandes descubrimientos científicos datan de alrededor de 1940. La tecnología aparece como una fuerza ciega que se sirve de los resultados de la ciencia –o que pone la ciencia a su servicio– en función de una autopotenciación completamente desarraigada. El monstruo se devora a sí mismo. Al cebarse con el sabor de su propia carne, que casi no mastica, su hambre se vuelve insaciable. Las ideologías bajo las cuales se cobijó el desarrollo tecnológico durante largo tiempo –el progreso del hombre, el bienestar general, el mejoramiento de la calidad de vida y tantas otras–, se muestran hoy francamente irrisorias respecto del rumbo que toma su evolución.
Se celebra el cambio por el cambio mismo. Proliferan las técnicas de adaptación al cambio, considerándose disvaliosas las actitudes o conductas que lo resisten. Lo nuevo es objeto de una adoración pseudorreligiosa. Los hechos son reverenciados como realidades incontestables, cuando –como dice Nietzsche– siempre se han parecido más a una vaca que a un dios. No hace falta ser profeta para afirmar que muy pronto el cambio permanente se transformará insensiblemente en un horizonte rutinario, signado por el tedio.
Mientras tanto, en el seno de las masas que desde hace poco más de un siglo han adquirido un protagonismo inédito, siempre creciente, se perfila un individualismo de nuevo cuño. Individualismo masificado, narcisista y hedonista que configura una penosa parodia de una singularidad auténtica. Asistimos a una hipertrofia del yo, erigido en punto de referencia primero y último de todo acontecer. Los mínimos detalles del acontecer subjetivo, todo un mundo de sentimientos y apetencias estandarizados, adquieren extraordinaria relevancia. Los medios de comunicación masiva educan e interactúan en este acontecer. La educación formal, en el mejor de los casos, se limita a formar para la competencia profesional. El yo, en definitiva, no es nadie, es “uno” (“man, on”, como decía Heidegger allá por 1927), pero ese “uno” está hoy absolutamente “personalizado”. En la vida práctica, el yo, así estructurado, sólo busca procurarse placer y evitar el displacer. La tecnología contribuye poderosamente a ello, erradicando cada vez más el dolor y multiplicando las ocasiones de un placer homeostático regulado por los grandes intereses económicos. Es lo que se llama la sociedad de consumo. La drogadicción, que corroe al mundo occidental, no representa más que un caso extremo de este hedonismo, trampa mortal que, apoyándose en el deseo, tal como lo caracterizó el Platón del “Filebo”, ahonda el vacío a medida que acucia con la promesa de lo pleno.
En el sujeto así perfilado, no hay lugar para el pensamiento. El pensamiento es inseparable del discurso. Basta asistir a un intercambio lingüístico entre jóvenes para advertir que el discurso ha sido reemplazado por la verbalización inconexa de representaciones cuya insularidad habla a las claras de la desaparición de las articulaciones lógicas. La reflexión es sustituida por el cliché y por el eslogan.
Así como no hay lugar para el pensamiento, tampoco existe en este sujeto espacio para los valores, que –se adivinará– refieren inmediatamente a la ética. No hay ética sin valores, así como, recíprocamente, tampoco existen valores sin ética. El placer fisiopsicológicamente concebido aparece, en todo caso, como el único “valor” estimable para el yo.
La corrupción. No debe pues sorprendernos que en semejante panorama florezca la corrupción. Esta prospera no porque el hombre actual sea intrínsecamente más perverso que el hombre del pasado. Incluso, cabría decir que lo es notoriamente menos. Hasta el ejercicio del mal –por ejemplo, el crimen– adquiere en nuestros días una banalidad desconcertante. Cuando se mata a cualquiera para robarle la campera o veinte pesos, no tiene por qué existir en ello, por lo regular, odio alguno; más allá de comprensibles resentimientos, el crimen se explica desde el mismo principio narcisista y hedonista que configura al yo masificado.
Pero la corrupción no se combate eficazmente con patéticos llamamientos a una ética cuyo contenido jamás se explicita, al estilo de los periodistas estrellas, los sacerdotes trasnochados o los moralistas mediáticos profesionales. Todas las épocas de crisis de valores son épocas de corrupción que no se superan hasta que nuevos valores aurorales empiezan a galvanizar las energías humanas, a proporcionarles cierta orientación.
El ocaso de la ética que hoy padecemos y que no puede separarse del ocaso de la ciencia, del arte, de la metafísica, resulta de una descomunal devaluación de los valores que Occidente experimenta desde hace más de un siglo. Deambulamos en el desierto del nihilismo. Este múltiple ocaso y, en particular, este proceso de devaluación, quedaron disimulados en el siglo XX por las grandes luchas económicas, políticas, militares, de raíz ideológica que atravesaron el siglo y cuya criminalidad es hoy inocultable. Me refiero, específicamente, al nacionalsocialismo y al bolchevismo. Tales reacciones histéricas o mejor, paranoicas, constituyen una mezcla inextricable entre la denegación de una muerte y la repetición compulsiva de un asesinato. Quiero decir, muy simplemente, que las grandes ideologías político-sociales que signaron el siglo que acaba de concluir, procuraron a la vez revivir una constelación de valores ya perimidos y terminaron de aniquilarlos.
El actual ocaso de la ética, se vincula con la devaluación de los más altos valores que rigieron la vida de Occidente, no sin decisivos avatares, durante por lo menos 1.500 años. Todavía no sabemos pensar con claridad qué significa la devaluación de un valor. Debido a nuestra incomprensión de la dimensión práctica, del mundo de la acción, fácilmente confundimos la devaluación de un valor con una simple destrucción física. Pero el valor devaluado no tiene por qué desaparecer de súbito; como el billete devaluado, puede permanecer largo tiempo allí, entre nosotros, sólo que ya no vale, pierde su función. Así, invocamos constantemente la justicia, el bien, la belleza, la verdad, la unidad, el ser, pero nuestras actitudes y conductas no se orientan ya por ellos. Incluso, los invocamos mucho más asiduamente, los tenemos siempre a flor de labios, en una verdadera inflación lingüística del valor. Pero el valor devaluado no ejerce ya la función que lo determina como valor, es decir, su poder de ordenar, en el doble sentido de mandar y de establecer un orden.
Ahora entendemos mejor por qué la corrupción. Al perder la referencia al valor, la acción humana se retrotrae al egoísmo más elemental, hundiéndose en una barbarie moral tanto más primitiva cuanto más elaborados eran los valores cuyo imperio empalidece.
Pero ¿qué ha sucedido? ¿Cómo explicar este fenómeno? ¿Por qué los valores tradicionales han perdido vigencia? Lo más sencillo es decir que toda constelación de valores cumple su ciclo, agota sus posibilidades. De hecho, no es la primera vez que Occidente enfrenta un fenómeno de esta naturaleza. La Atenas de fines del siglo V antes de Cristo y de los siglos posteriores, experimentó algo similar. Sin ir más lejos, la gran filosofía occidental, forjada por Sócrates y Platón, surgió justamente con el propósito de resolver la crisis moral que padecían sus contemporáneos, casi sin advertirlo. El ocaso de la ética está en el origen de la filosofía occidental. Las Ideas de Platón intentan sustituir aquellas viejas y venerables estimaciones homéricas que habían perdido efectividad. También, con sus Ideas y con su escuela, la Academia, Platón ensaya fundar una tradición, algo tan ligado con la ética y los valores. ¿Es posible una ética sin tradición?
La otra gran crisis axiológica fue la que llevó finalmente al naufragio del mundo antiguo y sus valores paganos, crisis de una amplitud y envergadura incomparables con la griega. Los valores paganos, agotados, tardaron cinco siglos en disiparse, siendo sustituidos por un conjunto de valores que representaban en más de un aspecto una antítesis de aquellos, más allá de los compromisos y las simbiosis, las máscaras y los simulacros.
El Renacimiento, la Reforma, la Ilustración, en una palabra, la Modernidad, deviene del agotamiento de los valores cristiano-medievales, aunque en líneas generales la transformación axiológica y, por consiguiente, ética que aquí se produce, no me parezca tan radical como la que signó el pasaje del mundo pagano al mundo cristiano, los valores cristianos, a su manera, se mantuvieron.
Pero ¿por qué el agotamiento? ¿Simplemente porque todo lo humano es finito, nada de lo humano es eterno? Cabe conjeturar que una constelación de valores responde a una experiencia vital determinada, a la cual formula y otorga regularidad y constancia. “Ético” será aquello que responde en forma acorde al dictado de los valores vigentes. Tradicionalmente, se trató de experiencias colectivas, experiencias de pueblos, con prescindencia de que incluyeran en forma determinante la experiencia de ciertas castas, clases o, incluso, individuos prominentes. Cuando la experiencia vital de los hombres, por innúmeros y remotos motivos, sufre un cambio, cuando se modifica la relación con el enigma de la existencia, los valores antes vigentes pierden efectividad.
Quiero decir, en definitiva, que los valores cuya consecuencia es la ética, abrevan en la vida, dimanan de ella.
La Religión. A nadie se le ocultará que la ética que hoy entra en su ocaso es la ética cristiana. Pero, tal vez, en los mismos orígenes de esta ética se encerraban los gérmenes de su ocaso. Pido disculpas si esto suena demasiado hegeliano. Me explico. Recién decíamos que tradicionalmente una constelación de valores, una ética, cifra la experiencia vital de un pueblo. En el caso del cristianismo, de ahí su excepcionalidad, su ética deviene más bien del vaciamiento de toda ética sustancial, de toda ética de un pueblo determinado, más allá de sus obvias referencias judías. Nada más elocuente que las “Epístolas” de San Pablo, en este sentido. Es de suponer que tan extraña posición de la ética cristiana resulta que opera desde el comienzo en ella un nuevo principio, una nueva experiencia vital, digamos, la subjetividad, que los valores del mundo pagano fueron incapaces de contener y expresar a pesar del epicureismo, el estoicismo y el escepticismo. Se sabe la importancia y el valor que el cristianismo le otorga al individuo, la preocupación por su salvación personal, cosa desconocida en el mundo pagano, salvo quizás en los cultos de los misterios, que sólo muy excepcionalmente alcanzaron el rango de religión oficial.
Por Silvio Juan Maresca
Tal valor del individuo se intensifica en la época moderna con un sentido aparentemente más terrenal. Es posible, entonces, que el principio de la subjetividad, contenido en la esencia del cristianismo, se haya desarrollado progresivamente hasta tal punto, que termine desembarazándose de aquellos valores que permitieron su consolidación y prosperidad.
Suponemos, entonces, que la crisis axiológica que hoy nos afecta tiene que ver con lo que algunos autores, como Lipovetsky, han llamado un proceso de personalización. Este proceso puede pensarse también hasta cierto punto por fuera del cristianismo. Ciertas prescripciones habrían sido necesarias otrora –nos remontamos a la Prehistoria– para humanizar al hombre, para arrancarlo de la condición animal. O bien, por el contrario, para instalarlo en el mundo, si gustamos partir de una orfandad antropológica originaria y radical. Para el caso, da lo mismo. Lo que importa aquí es que progresivamente el hombre, asegurada su condición, desarrollada la individualidad, necesitaría cada vez menos de aquellas prescripciones de valores gregarios. Así, la eticidad natural se iría convirtiendo progresivamente en “moral”, signo inequívoco de su superfluidad. El individuo libre, autónomo, maduro no necesita ya de la moral.
Pero, sea como fuere, por ahora el proceso de personalización ha terminado mal, es decir, en esa parodia de singularidad que es el yo hipertrofiado, narcisista y hedonista. Nos vemos obligados a hablar de un inacabamiento y una deformación del proceso de individuación. ¿Deberemos responsabilizar al cristianismo por ello, debido a su forma de capturar y elaborar el principio de la subjetividad?
¿Qué hacer? No se esperen de mí recetas fáciles, discursos edificantes, soluciones redentoras. Para eso están los libros de autoayuda, los pastores electrónicos y vaya a saber cuántas alternativas parecidas. Pero únicamente los débiles y los cobardes necesitan investirse de un trivial optimismo para poder sobrellevar la vida. Mientras tanto, Martin Heidegger, en unas lecciones pronunciadas en 1935, decía: “La decadencia espiritual de la Tierra ha ido tan lejos que los pueblos están amenazados por perder la última fuerza del espíritu, la que todavía permitiría ver y apreciar la decadencia como tal (...) Esta simple comprobación no tiene nada que ver con el pesimismo cultural, ni tampoco, como es obvio, con el optimismo. En efecto, el oscurecimiento del mundo, la huida de los dioses, la destrucción de la tierra, la masificación del hombre, la sospecha insidiosa contra todo lo creador y libre, han alcanzado en la tierra tales dimensiones, que categorías tan pueriles como la del pesimismo y del optimismo se convirtieron, desde hace tiempo, en risibles” (“Introducción a la Metafísica”, trad., cast. E. Estiú, Bs. As. 1959, 2da. ed., pp. 75-76).
El Descontento. Decíamos antes que los valores, cuya consecuencia es la ética, dimanan de la vida. Nada parece más sensato –entonces, ante el desconcierto ético– que intentar reconectarse con la vida, es decir, tratar de remontarse a esa fuente misteriosa que gusta retraerse a lo más recóndito de la espesura, tal vez en un esfuerzo no siempre exitoso por resguardarse de la habitual estupidez humana. Esto es nadar contra la corriente porque resulta remontarse al origen. Sólo encaminándonos hacia el origen nos pondremos en condiciones de escuchar aquellas voces provistas de la suficiente autoridad, aquellas voces capaces de orientarnos. “Si no se espera lo inesperado, no se lo hallará, dado lo inhallable y difícil de acceder que es”, sigue sentenciando el viejo Heráclito desde el fondo de la historia. Pero esto equivale a filosofar. Igualmente, no todo depende de nosotros. Quizá, como dijo Heidegger, hayamos llegado demasiado tarde para los dioses y demasiado temprano para el ser. Tal vez debamos aún deambular largo tiempo en el desierto del nihilismo.
Según todas las apariencias, sin embargo, una nueva ética, nuevos valores, deben expresar cabalmente la singularidad en cuestión. Ninguno lo ha dicho mejor que Nietzsche: “Hermano mío, si tienes una virtud, y esa virtud es la tuya, entonces no la tienes en común con nadie.
Ciertamente, tú quieres llamarla por su nombre y acariciarla; quieres tirarle de la oreja y divertirte con ella.
¡Y he aquí que tienes su nombre en común con el pueblo y que, con tu virtud, te has convertido en pueblo y en rebaño!
Harías mejor en decir: ‘inexpresable y sin nombre es aquello que constituye el tormento y la dulzura de mi alma, y que es incluso el hambre de mis entrañas’.
Sea tu virtud demasiado alta para la familiaridad de los nombres: y si tienes que hablar de ella, no te avergüences de balbucear al hacerlo.
Habla y balbucea así: ‘Este es «mi» bien, esto es lo que yo amo, así me agrada del todo, únicamente así quiero «yo»el bien’.
No lo quiero como ley de un Dios, no lo quiero como precepto y forzosidad de los hombres: no sea para mí una guía hacia supertierras y hacia paraísos.
Una virtud terrena es la que yo amo: en ella hay poca inteligencia, y lo que menos hay es la razón de todos”. (“Así habló Zaratustra”, trad. cast. A. Sánchez Pascual, Madrid 1978, 5°. ed., pp. 63-64).
Posiblemente, esto signifique el eclipse definitivo de las éticas universales o universalistas. Quizá tampoco sea esta una ética al alcance de todos los individuos. Pues supone la gran decisión. Salir al descampado, a lo inhóspito. Habérselas con el silencio y la soledad. http://www.revista-noticias.com.ar/

(*) No siempre la vida nos permite disfrutar de análisis tan brillantes. Por eso que semanalmente traeremos una Clase Magistral para su lectura.

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